El pensamiento progresista, las variaciones en el concepto de ideología y las post-verdades
H. C. F. Mansilla
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El concepto de ideología es uno de los más utilizados y más controvertidos de las ciencias sociales y de la filosofía política. En el marco de este breve texto no se puede dar cuenta de la riqueza de este debate ni de la pluralidad de posiciones en torno a la significación de ideología. Tampoco es posible abordar la distinción entre una noción neutral de ideología, como la propuesta por Karl Mannheim (Mannheim, 1980) y una noción crítica, postulada por varias tradiciones teóricas, muy diferentes entre sí, como las iniciadas por Francis Bacon y Karl Marx. Si todo pensamiento es considerado como ideológico, relativo y parcializado, es decir como vinculado inexorablemente a un contexto socio-histórico específico e inescapable, entonces la búsqueda de un mínimo de objetividad y verdad resulta vana y superflua. Esta corriente lleva a sostener que toda opinión es tan cierta y tan valiosa como cualquier otra. Tal posición representa uno de los fundamentos del pensamiento postmodernista contemporáneo, que a menudo se agota en su propia agitación estilística y retórica y en los espectáculos que logra armar con un éxito memorable. Lo que resulta de todo esto en la realidad cotidiana es una aceptación tácita de modelos autoritarios del orden social y una devaluación de los esfuerzos por aclarar radicalmente el horizonte político e intelectual.
Por razones de espacio y estructura aquí me limitaré a aplicar la llamada “crítica de ideologías” [Ideologiekritik] a una temática relativamente conocida, pero siempre actual: los mecanismos de legitimación que han usado notables intelectuales, generalmente colocados o pensados en el ámbito de la izquierda política, para justificar la existencia y las acciones de regímenes socialistas y de partidos afines en la consecución y la consolidación del poder. La crítica de ideologías, en la tradición de Karl Marx, Friedrich Nietzsche y la Escuela de Frankfurt, analiza los obstáculos y los prejuicios que impiden conocer mejor una realidad social determinada. Una de las más brillantes investigaciones en este sentido ha sido la realizada por Hannah Arendt en su estudio de los mitos ideológicos construidos por regímenes totalitarios, que resultan ser sistemas de pensamiento autoinmunizados contra toda posibilidad de crítica o hasta de mera experiencia contraria (Arendt, 1973: 473). Las construcciones ideológicas tienen la importante función de reconciliar al individuo con el orden social predominante y con la identidad colectiva, para brindar al sistema imperante la necesaria ilusión de racionalidad y respetabilidad. Las ideologías, que representan una consciencia necesariamente falsa de la realidad correspondiente, pero con una cubierta propagandística socialmente indispensable, tienen el objetivo de construir una compensación aparente para amortiguar las injusticias experimentadas y para justificar el sufrimiento colectivo. Estas funciones compensatorias pueden coexistir con una dimensión utópica, que proyecta la dimensión anhelada de felicidad y solidaridad hacia un futuro lejano, pero avizorado como cierto, lo que lleva a una cierta reconciliación con las carencias del presente. En la Unión Soviética y en los países sometidos a su órbita lo usual fue el abandono de la noción crítica de ideología y la inclinación a calificar la propaganda oficial como una “ideología fundamentada científicamente”, en abierta contraposición al concepto crítico de ideología en Karl Marx.
A un siglo de la Revolución de Octubre y como aporte al esclarecimiento de algunos aspectos no muy conocidos de ese magno evento, este breve texto quiere mostrar las conexiones entre la dilución del concepto crítico de ideología y la pérdida de capacidad analítica al considerar los experimentos sociales de corte autoritario, lo que ya se percibió en la joven Unión Soviética y que perdura hasta hoy en las teorías relativistas del presente, una evolución que fue anticipada por la temprana obra de Maurice Merleau-Ponty.
En este acápite me refiero sobre todo a la obra de L. D. Trotzki (1879-1940), a causa de la calidad intelectual de sus escritos y porque goza de la reputación de haber propiciado un sistema socialista más humano que aquel que se desarrolló bajo la dirección de su rival Iosif V. Stalin. Trotzki, mediante su teoría de la revolución permanente, sistematizó una concepción que sería particularmente popular en las periferias europeas, en tierras del Tercer Mundo y entre revolucionarios profesionales: la revolución socialista brotaría de modo más probable en aquellas sociedades subdesarrolladas, cuyas élites progresistas habrían adquirido una mayor madurez político-ideológica que los grupos comparables en las naciones económicamente más avanzadas. La “revolución democrático-burguesa” tendría lugar conjuntamente con la socialista y en un lapso temporal extremadamente breve. Aunque el triunfo definitivo de una revolución socialista estuviera ligado, según Trotzki, a la expansión de la misma a las sociedades altamente industrializadas, el lugar para el estallido revolucionario se trasladó a comunidades históricamente menos evolucionadas y se potenció el rol del factor subjetivo, es decir, la función central y dirigente de la élite de revolucionarios-intelectuales (Trotzki, 1971: 24-25).
Aunque Trotzki había criticado en 1904 la concepción leninista del partido, se plegó a la doctrina bolchevique en cuestiones de organización y gobierno a partir de 1917, cuando Lenin se adhirió, en lo esencial, a la teoría de la revolución permanente. De modo clarividente Trotzki previó que el modelo leninista produciría dos efectos fatales. (a) La élite de revolucionarios profesionales tomaría a su cargo la labor de “dirigir y educar” al proletariado y este la de obedecer. (b) El partido sustituiría la voluntad del proletariado, el comité central la del partido y el “dictador” la del comité central (Trotzki, 1970: 68). Pero, después de renunciar a este enfoque crítico en 1917, Trotzki se convirtió –volvió a ser– un apologista de los tópicos más reaccionarios y de los métodos más duros del régimen soviético: con toda razón puede ser percibido como un precursor del stalinismo. Estos elementos facilitaron indudablemente el advenimiento del stalinismo, máxime si este régimen conllevó el renacimiento de prácticas y valores asociados al despotismo oriental. La construcción del socialismo en el seno de una sociedad que no estaba preparada para ello ha tenido asimismo una relevancia considerable en la esfera de la teoría: no solo no se promovió ningún impulso realmente crítico, sino que el Estado usó todos los medios a su alcance para transformar el marxismo en un instrumento legitimatorio del poder. Se requería, por ejemplo, de una ideología que confirmara la validez de las “leyes de hierro” de la evolución histórica para exculpar o encubrir los actos voluntaristas de los grandes dirigentes (que fueron decisivos para la Revolución de Octubre y para la construcción de un orden técnicamente moderno bajo Stalin). Se precisaba de una ideología compensatoria para velar la diferencia entre la realidad prosaica de cada día, plena de los más terribles sacrificios, y los postulados emancipatorios del marxismo original. En este sentido no es de extrañar que Trotzki haya defendido la utilización de cualesquiera medios para alcanzar determinados fines, con el argumento de que ello ha sido lo corriente a lo largo de la historia universal (Trotzki, 1963: 28). Aparte de celebrar de modo muy convencional el rol progresista de la violencia política, Trotzki compartió la difundida opinión de que los derechos humanos, la democracia representativa y el pluralismo ideológico constituirían meras formalidades con utilidad instrumental (: 57-83).
La diferencia decisiva entre capitalismo y socialismo es vista por Trotzki mediante el “lenguaje de las cifras”. Solo los éxitos en producción y productividad y otros factores cuantitativos determinarían cuál es el orden superior. En una de sus últimas obras (La revolución traicionada), que denota un cierto espíritu escéptico, Trotzki aseveró que el socialismo no ganó su “derecho al triunfo” en las páginas de El capital de Marx, sino en un enorme territorio geográfico y por medio del “idioma del hierro, del cemento y de la electricidad” (Trotzki, 1968: 12). De esta manera las metas normativas establecidas por la economía capitalista permanecieron vigentes en el imaginario comunista de todas las corrientes.
Una de las más notables apologías del terror revolucionario y del uso de cualesquiera medios la realizó Maurice Merleau-Ponty (1908-1961) mediante su obra Humanismo y terror, publicada originalmente en 1947. Me detengo en Humanismo y terror por la relevancia que tuvo en el periodo 1950-1960 como “manual político” (Sebreli, 2005: 226) para la formación de muchos jóvenes intelectuales en América Latina y como premonición de lo que vendría como producción teórica en las últimas décadas del siglo XX. En líneas muy generales se puede calificar a la obra de Merleau-Ponty como confusa, ambigua, altisonante y eufónica, es decir, como un genuino antecedente del postmodernismo posterior. Es verdad que este autor a partir de 1951 se acercó al liberalismo que detestaba poco antes, pero nunca se distanció de sus escritos anteriores. Hoy en día la obra de Merleau-Ponty es reconocida como una anticipación del giro de la filosofía política a la “filosofía de lo político”, al estilo de Carl Schmitt, y como una de las primeras manifestaciones de la diferencia entre el plano óntico y el ontológico en la evolución de esta misma disciplina.
En Merleau-Ponty la justificación del terror revolucionario se deriva, entre otros argumentos, de una especie de autoprohibición de ejercer la función crítica: este autor asevera claramente que toda alusión que pueda debilitar la fortaleza del movimiento comunista o de la Unión Soviética debe ser evitada porque representaría, al mismo tiempo, un fortalecimiento del capitalismo occidental (Merleau-Ponty, 1966: II, 90). En esta su primera etapa Merleau-Ponty afirmó que el ámbito occidental había generado solo una “democracia formal”, que debía ser superada por la “libertad concreta de una civilización proletaria sin desempleo, sin explotación y sin guerra” (: I, 17). Las libertades formales deberían ser defendidas únicamente si no son favorables a los intereses del imperialismo y a sus mistificaciones liberales. La verdadera humanidad consistiría en la aplicación de la violencia contra los enemigos del proletariado. El oponerse al absoluto poder de la historia representaría “objetivamente” un acto de traición, punible como tal, aunque “subjetivamente” la persona en cuestión no haya salido del plano intelectual. Por ello los Procesos de Moscú (1936-1938) deben ser vistos como justos y correctos, pues se adelantaron a una posible traición de incalculables consecuencias históricas (: I, 87). Merleau-Ponty, siempre comprensivo para con las necesidades históricas y con su encarnación práctica, el partido comunista, exhibió una clara desconfianza hacia todo esfuerzo por pensar de manera independiente bajo un régimen ya establecido del socialismo realmente existente (:I, 91-100) y fiel a este principio negó la represión masiva bajo Stalin y reafirmó la idea –que no había perdido su popularidad– de que el partido siempre tenía razón. Reconoció explícitamente y como algo positivo que el partido comunista ejerciera una función normativa e intelectual similar a la de la Iglesia católica en la Edad Media (: I, 38, 105).
Estos postulados de Merleau-Ponty han sido compartidos por ilustres pensadores marxistas, que han elaborado complejos teoremas filosóficos para justificar la utilización generosa de cualesquiera medios para alcanzar y consolidar el poder político. Él mismo lo dijo claramente: “La astucia, la mentira, la sangre derramada y la dictadura están justificadas si de ese modo se posibilita el dominio del proletariado” (: I, 12). Este pensador sostenía además que en el fondo todos somos culpables (: I, 33, 45). Esta idea había sido formulada anteriormente por Georg Lukács (1885-1971), para quien el ejercicio del poder y las actividades afines pueden ser descritas mediante una visión trágica de la vida: toda decisión es culpable. El hombre político y el luchador socialista solo podrían elegir entre formas de aceptar la culpabilidad. La forma más razonable sería “sacrificar el yo inferior en el altar de la idea superior” (Lukács, 1967: 10). El asesinato no es lícito, afirma Lukács en el mismo texto, pero a veces hay que hacerlo, y entonces sería “trágicamente moral”. El terrorista, por ejemplo, no solo sacrifica su vida por el prójimo, sino también su pureza, su moralidad, su alma para satisfacer la propia ética de dimensión histórica. Los comunistas toman a su cargo los pecados del mundo para redimir el mundo pecaminoso (: 11). Todo esto tiene el cinismo de la clásica justificación de los medios a causa de los fines, pero ahora la violencia es legitimada mediante argumentos mesiánico-políticos: la monstruosidad del capitalismo exige para su eliminación el uso de métodos monstruosos.
Dentro de esta misma corriente se halla la conocida tesis de Merleau-Ponty: “La violencia es nuestro destino, porque está encarnada en nosotros” (Merleau-Ponty, 1966: II, 15). Este axioma contiene un vigoroso factor de relativismo, pues la culpabilidad estaría totalmente sumergida bajo un contexto político y cultural, transformando la responsabilidad ética individual en algo superfluo y anacrónico. La responsabilidad histórica de un régimen –en este caso: de los gobiernos de la Unión Soviética– se diluye de manera inofensiva si la violencia política es considerada como un fenómeno universal e inherente a la naturaleza humana.
En este mismo contexto se encontraban numerosos pensadores adscritos al llamado existencialismo marxista de Europa Oriental. El filósofo checoslovaco Karel Kosík (1926-2003) afirmó que si alguien comete un asesinato por razones personales, lleva a cabo evidentemente un vulgar delito. Pero si el mismo acto es perpetrado en el marco de una “intención superior” y como instrumento de la “necesidad histórica”, entonces se convierte en “venganza, justicia, juicio histórico, obligación civil, hecho heroico” (Kosík, 1967: 231).
En resumen: después del centenario de la Revolución de Octubre (1917) se puede aseverar que ninguno de estos autores y dirigentes políticos se atrevió a examinar la hipótesis de que el marxismo en su versión leninista no constituía, en el fondo, la doctrina del proletariado revolucionario, sino la ideología legitimadora de los sectores intelectuales que anhelaban imponer su propio dominio. Hasta hoy esta constelación básica no ha variado en el seno de casi todas las derivaciones de las escuelas sucesorias del marxismo institucional. Es decir: todos los argumentos mencionados aquí, a los que no se les puede negar un cierto nivel y una originalidad conceptuales, han servido para encubrir, mediante una doctrina de la emancipación general del género humano, la aspiración de los intelectuales de obtener el poder y el gobierno por ellos y para ellos.
Partiendo del fundamento esbozado por Merleau-Ponty y de los trabajos más conocidos de los filósofos postmodernistas, se ha desarrollado una politología relativista que considera la democracia liberal y pluralista como un fenómeno anacrónico y como un aspecto particular de un desarrollo específico, el de Europa Occidental, que, por ello mismo, no puede pretender una vigencia universal. Esta ciencia política fomenta una amplia “comprensión” con respecto a regímenes autoritarios y populistas, porque estos últimos constituirían testimonios auténticos de paradigmas civilizatorios que se hallan contrapuestos al deplorable imperialismo cultural de Occidente. Estos pensadores contemporáneos, entre los cuales podemos mencionar a Giorgio Agamben, Alain Badiou, Boris Buden, Ernesto Laclau, Jean-Luc Nancy, Jacques Rancière y Slavoj Žižek, poseen a menudo conocimientos enciclopédicos y generan preguntas interesantes, pero muestran desinterés por el sufrimiento de las víctimas y por las consecuencias de la configuración autoritaria y totalitaria de la vida cotidiana, como si los experimentos del siglo XX no fuesen un testimonio suficiente acerca de las cualidades intrínsecas de estos experimentos sociales. Ellos generan a la postre un clima favorable a un totalitarismo suave, a un neo-stalinismo depurado, como corresponde al siglo XXI. En torno a intelectuales de tendencias similares escribió François Furet que estos “hombres de letras” eran “ingeniosos, talentosos, llenos de ideas, pero desprovistos de un alma e indiferentes a la verdad” (Furet, 1996: 490). La filosofía política relativista cultiva la ambigüedad terminológica y la insensibilidad frente a los problemas reales de las sociedades sometidas a regímenes autoritarios. La consecuencia es la eliminación de toda diferencia seria entre sistemas totalitarios y modelos democráticos, lo que se consigue mediante el recurso de una elevada pretensión teórica y una erudición académica ciertamente loable.
Desde comienzos del siglo XXI una porción respetable de la filosofía política se consagra a temas similares a los esbozados anteriormente por Merleau-Ponty y remozados por las nuevas concepciones relativistas. Los teoremas que surgen de ahí están edificados sobre la “dimensión de lo contingente” (Marchart, 2010: 9, 16, 21, 189) enaltecida al rango de un nuevo dogma indubitable. Aunque esta idea dista mucho de ser novedosa, ahora constituye el fundamento de la “teoría postfundamentalista de la sociedad” (Marchart, 2013), apoyada en autores como Ernesto Laclau, Jacques Rancière y Giorgio Agamben. Como numerosos pensadores relativistas, Oliver Marchart proclama incesantemente sus simpatías por la izquierda, postulando, al mismo tiempo, la autonomía de lo político con relación a otras esferas de la actividad humana e introduce la ya mencionada distinción entre la política y lo político, que correspondería a la diferencia entre ser y ente, entre lo óntico y lo ontológico, postulada por Martin Heidegger (Marchart, 2010: 13, 18, 48). Pese a la mención de esta autoridad, la distinción permanece en la habitual confusión cara al postmodernismo. Citando a los clásicos y a pasajes bíblicos, Marchart pretende llamar la atención sobre algo muy sencillo y conocido: hay que recobrar lo óntico, es decir: lo particular, lo específico y concreto, y protegerlo de lo ontológico, lo general, lo abstracto y lo dirigido a fines prefijados de antemano.
Siguiendo el legado de Jean-Luc Nancy y Oliver Marchart, Boris Buden (Zagreb, 1958) aseveró que ciento cincuenta años de pensamiento marxista no pueden ser un error (Buden, 2009: 47). Él calificó al desarrollo de Europa Oriental a partir de 1989 como una mera “contrarrevolución” (: 73, 80), en cuanto habría sido una pérdida del sentido de la experiencia social que brinda la comunidad sustancial. Esta última no es explicitada claramente, sino evocada con emoción como aspecto de lo político, de lo inefable, ante el cual decisiones democráticas –elecciones libres– y reflexiones de tipo racionalista –como las de Jürgen Habermas– no tendrían ninguna significación profunda (: 52, 59). No es de extrañar, entonces, que Buden considere al terror stalinista como una medida inofensiva de política cultural y que sostenga que la evolución europea de la segunda mitad del siglo XX puede ser comprendida preferentemente por medio del desarrollo de la cultura, el arte y la música populares (: 90-197). Frente a este intento paradójicamente erudito de evadir un análisis adecuado de los problemas actuales, no hay mucho que agregar.
Lo que empezó de manera inocente como la dilución teórica del concepto de ideología se ha transformado paulatinamente en la pérdida de la dimensión crítica y en la dificultad de analizar de modo adecuado los fenómenos contemporáneos de la política. El relativismo axiológico que ha resultado de todo esto tiende a exhibir indiferencia ante la calidad intrínseca de los regímenes políticos y ante el sufrimiento concreto de los habitantes de sistemas populistas o autoritarios. Y lo más notable es que este proceso ha ido acompañado por la elaboración de ideologías justificatorias de la facticidad político-histórica del momento, tarea subalterna que ha sido llevada a cabo por algunos de los representantes más ilustres del pensamiento progresista del siglo XX y del relativista del siglo XXI. Boris Buden, Oliver Marchart, Slavoj Žižek y otros estudian la inmensa relevancia de las redes sociales y las utilizan con gran virtuosismo –fenómenos contemporáneos que marchan a paso de escándalo y confusión–, pero otra cosa, mucho más grave, es ocultar la función a veces perversa de esas mismas redes, que impiden la formación de una opinión pública estable, crítica y razonable. El conformarse con las post-verdades de estos autores es presuponer que la civilización del espectáculo y el sensacionalismo representan la última palabra de los esfuerzos teóricos.
REFERENCIAS
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Buden B (2009). Zone des Übergangs. Vom Ende des Postkommunismus (Zona de la transición. Sobre el fin del postcomunismo). Frankfurt: Suhrkamp.
Furet F (1996). El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX. Madrid: FCE.
Kosík K (1967). Die Dialektik des Konkreten. Eine Studie zur Problematik des Menschen und der Welt (La dialéctica de lo concreto. Un estudio sobre la problemática del Hombre y del mundo). Frankfurt: Fischer.
Lukács G (1919), Taktik und Ethik (Táctica y ética) [1919]. En Lukács G, Schriften zur Ideologie und Politik (Escritos sobre ideología y política) (pp. 1-40), compilación de Peter Ludz, Neuwied / Berlín: Luchterhand.
Mannheim K (1980). Ideology and Utopia [1929]. Londres: Routledge.
Marchart O (2010). Die politische Differenz. Zum Denken des Politischen bei Nancy, Lefort, Badiou, Laclau und Agamben (La diferencia política. Sobre el pensamiento de lo político en Nancy, Lefort, Badiou, Laclau y Agamben). Berlin: Suhrkamp.
Marchart O (2013). Das unmögliche Objekt. Eine postfundamentalistische Theorie der Gesellschaft (El objeto imposible. Una teoría postfundamentalista de la sociedad). Berlin: Suhrkamp.
Merleau-Ponty M (1966). Humanismus und Terror (Humanismo y terror). Frankfurt: Suhrkamp.
Trotzki LD (1963). Terrorisme et communisme. L’Anti-Kautsky [1920]. París: Union Générale d’Éditions.
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Trotzki LD (1970). Unsere politischen Aufgaben (Nuestras tareas políticas) [1904]. En Trotzki LD, Schriften zur revolutionären Organisation (Escritos sobre la organización revolucionaria), compilación de Hartmut Mehringer, Reinbek: Rowohlt.