Fotografiar la revolución mexicana de John Mraz



Julio Glockner Rossainz
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El libro de John Mraz es una invitación a participar en un interesante juego de miradas e interpretaciones de esas miradas. Como todo juego, se desarrolla combinando la observación de ciertas reglas con el ejercicio de la imaginación, para tener como resultado una interpretación de la imagen. Desde las primeras páginas el lector difícilmente permanece como un simple espectador, las fotos y el texto lo incitan a construir su propia lectura del material fotográfico y a participar en el discurso interpretativo.

    El libro consta de 192 imágenes y el texto que John ha escrito sobre ellas se balancea entre la discusión bien sustentada de diversos puntos de vista que interesan al especialista y las opiniones y observaciones que hace para un lector interesado eventualmente en el tema. Pero este ir y venir entre la especialidad y la divulgación está bien equilibrado, de modo que el libro no resulta ni fastidioso para el lego, ni superficial para quien se dedica profesionalmente al tema. 

    Como yo lo leí con el gusto de un lector que está de paso por esta temática y sabiendo que en la mesa está Ariel Arnal, quien ha dedicado varios años al estudio de este asunto, le dejo a él los comentarios del especialista y yo me concentro, o más bien me disperso por el texto, comentando algunas de las fotos que más me llamaron la atención. 


Porfirio Díaz en uniforme con W.H. Taft,  presidente de los Estados Unidos; El Paso, Texas, 11 de octubre de 1909; Manuel Ramos. 
© Inv. No. 33925, Fondo Casasola, SINAFO-Fototeca Nacional del INAH.

    Entre los objetivos que el libro se propone figuran  el esclarecer la autoría de algunas fotografías, rastrear las actividades de fotoperiodistas que cubrieron diversos eventos de la lucha armada, analizar los contenidos de las fotos contrastando estilos, vocaciones y compromisos de los fotógrafos con los fotografiados y las corrientes militares y políticas que representan. 

    De este modo aparece el nombre de Manuel Ramos como el fotoperiodista oficial del porfiriato, empeñado en dar cuenta de los avances civilizatorios y progresistas del régimen. Sus imágenes, nos dice John Mraz, son testimonios visuales de calles limpias y bien pavimentadas, siempre tomadas en la zona central, cuando según el historiador Manuel González Navarro, en ese periodo la ciudad era “una cloaca”. 

    Ramos fue un hombre dedicado a cubrir eventos sociales y deportivos de la gente acaudalada, como la equitación y el polo, las romerías y las kermeses y tenía serias dificultades para mostrar a la gente del pueblo tal y como era. ¿Cómo presentar el toque local en una revista ilustrada sin pasar la vergüenza de mostrar a la gente pobre, a los indios, tal y como son?

    Esta pregunta rondaba por la cabeza de Manuel Ramos de la misma manera que hoy ronda por las escasas neuronas de Emilio Azcárraga. El fotógrafo porfirista resolvió el dilema vistiendo a sus familiares como gente humilde, bien portada y limpia. Su hija recordaba que el fotoperiodista le pidió muchas veces a su esposa que se disfrazara de “indita”. 

    Esto es justamente lo que han venido haciendo las compañías de cine y televisión y los ayuntamientos que organizan ferias regionales como la del café en Cuetzalan o la Guelaguetza en Oaxaca. Introducir el criterio blanqueado del concurso de belleza entre los indios para volverlos presentables. 

    De lo que se trata es de construir una imagen aceptable para el estrecho criterio urbano, no de dar cuenta de la realidad. Como sabemos, el diecinueve fue un siglo afrancesado, tanto que en 1891, durante la celebración del cumpleaños de Porfirio Díaz en el Teatro Nacional, se sirvió exclusivamente coñac, vinos y comida francesa. Por cierto, en este banquete, sólo los hombres se sentaron a la mesa y eran contemplados por sus esposas desde la galería. Muy afrancesados pero machos al fin y al cabo.

    Esta elegancia importada, un tanto ridícula por su impostura, alcanzó su culminación durante las veinte cenas ofrecidas con motivo de la celebración del centenario de la independencia, en las que no se sirvió un solo plato mexicano. Fue Manuel Payno quien denunció que la etiqueta prohibía el consumo de tortillas de maíz y chiles rellenos debido a su imagen plebeya. Pero el asunto no paró ahí. En los albores del siglo XX las clases altas mexicanas que consideraban al maíz como simple forraje para los indios, “comenzaron a atribuirle un nuevo y siniestro significado, considerándolo como uno de los principales impedimentos para el desarrollo nacional”.1

    En este contexto ideológico y gastronómico vemos una fotografía del señor Ramos, tomada en El Paso, Texas, hacia finales de 1909, en la que aparecen los presidentes de Estados Unidos, William Howard Taft y Porfirio Díaz de México. 

    El primero vestido como un ciudadano común y corriente, con tremenda panza cubierta con dificultad por un abrigo, con un rostro sonriente que se adivina chapeado por la buena comida y el buen vino, y a su lado un viejo decrépito, cargado de medallas, con rostro enfermizo y rodeado de una guardia personal ataviada ridículamente con unos gorros tupidos de flequitos. ¿Qué necesidad tenía un indio mixteco como Porfirio Díaz de disfrazarse de esa manera, intentando mostrar un poder ya en franca decadencia? El ridículo siempre acompañará a la gente que renuncia a su autenticidad. 

    Por cierto, el presidente Taft, fue de los políticos que respaldaron la ley prohibicionista del consumo de drogas que impera hasta la fecha no sólo en los Estados Unidos sino a nivel mundial. Lo hizo alentando criterios morales como el del reverendo Crafts, quien en un libro titulado Bebidas y drogas intoxicantes en todos los lugares y tiempos, decía lo siguiente a principios del siglo XX:

No se han hecho preparativos para una celebración cristiana de los diecinueve siglos transcurridos. Ningún acto podría ser más adecuado al momento que la adopción –mediante una acción conjunta de las grandes naciones– de la nueva política civilizadora donde es pionera Gran Bretaña, una política de prohibición para las razas aborígenes, en interés del comercio tanto como de la conciencia… Nuestro objetivo, concebido más profundamente, es crear un medio más favorable para las razas pueriles que las naciones civilizadas están tratando de civilizar y cristianizar.

    Con varios ejemplos John Mraz nos explica la importancia de la irrupción, con el estallido revolucionario, de las imágenes de la gente del pueblo en las publicaciones de la época.

    En el porfiriato apenas y aparece la gente común del campo, pero con el advenimiento de la sublevación por todo el territorio la atención de los fotógrafos se centra en ellos como nunca antes había ocurrido. Aquí también, desde luego, se da el binomio de la autenticidad y la simulación. 

    Durante el periodo de la lucha armada se desata un narcisismo de bigote y canana que comprende prácticamente a todos los jefes revolucionarios que alcanzan cierta importancia. Tal es el caso del general Urbina que describió John Reed de esta manera:

El general Urbina platicaba en el patio con su querida, una bellísima y al parecer aristocrática mujer, con una voz que recordaba a un serrucho. Cuando me vio vino y me estrechó la mano diciendo que deseaba que le tomara algunas fotografías… Durante la hora siguiente estuve tomando fotografías del general Urbina de pie, con espada y sin ella; el general Urbina cabalgando sobre tres caballos distintos; el general Urbina con su familia y sin ella; los tres niños del general Urbina, a caballo y a pie; la madre del general Urbina; la amante del general Urbina; toda la familia armada con espadas y pistolas; también el fonógrafo –traído a propósito– y uno de los niños sosteniendo un cartel donde con tinta decía: General Tomás Urbina R.

Coronela Amparo Salgado, Teloloapan, Guerrero, 1911; Sara Castrejón. Cortesía de Enrique del Rayo Castrejón.

    Entre las mujeres revolucionarias que fueron fotografiadas hay dos coronelas, una muy guapa, Amparo Salgado, retratada con un hermoso vestido floreado en un cursi escenario que simula un jardín, y la otra, Carmen Robles, coronela zapatista, a la que de plano no pude ubicar entre la tropa (p.115).




Carmen Robles, coronela zapatista, Guerrero, ca. 1913. © Inv. No. 33833, Fondo Casasola, SINAFO-Fototeca Nacional del INAH.

    Hay fotos de combate auténticas y simuladas, de tropas posando para la cámara en plena campaña o en un estudio fotográfico, es más, hay fotos de estudio en las que se retrata gente con armas pero que no es combatiente y con las cuales se hacen postales de “tipo revolucionario”. Entre las fotos simuladas sobresale la del general Ramón Iturbe acompañado por lo que se decía era su “Estado Mayor Femenino”, tomada en Topia, Durango, y publicada en la revista La Semana Ilustrada en marzo de 1911. El joven general relató de esta manera la historia de la imagen:  

 

“Tipos revolucionarios”, Ciudad Juárez, Chihuahua, mayo de 1911; E. Herrerías. © Inv. No. 373891, Fondo Casasola, SINAFO-Fototeca Nacional del INAH.

Las muchachas más bonitas de la población se habían refugiado en el consulado de los Estados Unidos. Los federales me habían dado la mala fama de que me robaba a las muchachas y estaban asustadas. Eso no era verdad, nunca robé una muchacha. El cónsul me las presentó. Así fue como ellas se dieron cuenta de que yo no era como decía la gente. Nos hicimos amigos y cuatro de ellas quisieron retratarse conmigo tomando algunas armas para hacerlo. Total que por esa foto nació otra leyenda: que Iturbe, jefe rebelde, tenía un estado mayor femen

 

“General Ramón Iturbe”, acompañado por lo que se decía era su “Estado Mayor Femenino”; Topia, Durango, marzo de 1911; Mauricio Yáñez; La Semana Ilustrada, 28 de abril de 1911. © Inv. No. 186666, Fondo Casasola, SINAFO-Fototeca Nacional del INAH.

   Si se mira esta fotografía con cuidado se advierte que esas mujeres no matan una mosca. Una de ellas, sonriendo feliz a la cámara, sostiene una pistola apuntando hacia el suelo, con el dedo índice colocado paralelamente al cañón del arma, como si tuviera un cucharón, otra, sostiene el fusil como si fuese una escoba. Imposible pensar que se trataba de un estado mayor real entre mujeres cuya vocación doméstica salta a la vista. 

    Otro grupo de jovencitas armadas, pero estas sí en serio, aunque sea una foto estilo postal de estudio, es la que John atribuye a Eustasio Montoya. En ella aparecen en posición de firmes cinco señoritas, atrás de dos niñas de siete u ocho años colocadas de rodillas, todas con fusiles y cananas, una además con pistola al cinto, flanqueadas por dos hombres armados también. El pie de foto original dice:

Orozco y Villa equiparon a estas señoritas, sabiendo que ayudarían al partido antirreeleccionista en la Revolución. Tenían ocultas las armas y repartieron el Plan de San Luis Potosí. De ellas, sus hijas y dos hermanas. Herlina, la mayor, las dirigía y Rebeca, la menor tenía 7 años. María, mi hermana, maestra titulada dirigía la Escuela San Diego, Chihuahua, junio de 1911.

    Eustasio Montoya fue un mexicano-norteamericano que trabajó la fotografía y el cine. Es el autor de la conmovedora fotografía de la portada del libro,  “abrumadoramente triste”, dice John, en la que aparece un cadáver tendido en el piso, con su sombrero al lado de la cabeza y rodeado por siete hombres con cámaras fotográficas, cuatro de los cuales miran consternados al muerto, dos más dirigen sus miradas afligidas a la cámara y él último es Montoya, quien toma la foto. La significativa intención de las miradas entrecruzadas de los personajes me recuerda “Las Meninas” de Velázquez, analizadas por Michel Foucault en Las palabras y las cosas, sólo que en aquel cuadro el pintor mira hacia el espectador, como si le estuviera haciendo un retrato, aquí son las cámaras las que apuntan hacia nosotros y nosotros devolvemos la mirada desde la cámara de Montoya, que apunta hacia la muerte, adueñada de la escena.

   
 

Niños lloran junto a zapatistas fusilados en Ayotzingo, enero de 1913; Samuel Tinoco; Novedades, 22 de enero de 1913. © Inv. No. 63752 (detalle), Fondo Casasola, SINAFO-Fototeca Nacional del INAH.

 

General José Pérez Castro, ejecutado en León, Guanajuato, 3 de agosto de 1914 por General Alberto Carrera Torres; hermanos Cachú. © Fondo “Cachú-Ramírez Juan”, Departamento de Información y Documentación de la Cultura Audiovisual, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

    Hay fotos terriblemente trágicas, como la de esos niños llorando al lado de un ataúd, donde yace el cadáver de un zapatista fusilado en Ayotzingo; o francamente macabras, como la del joven muerto, con la cara destrozada, tirado en el piso, señalando su rostro con el dedo índice de la mano izquierda.

Incineración de cadáveres en Balbuena, Distrito Federal, febrero de 1913; Samuel Tinoco; Novedades, 5 de marzo de 1913. © Inv. No. 37306, Fondo Casasola, SINAFO-Fototeca Nacional del INAH.


    Fotos asombrosas como ese montón de cadáveres incinerados en Balbuena, cuyos cuerpos apilados, todavía humeantes, fueron fotografiados con media docena de personas al lado, mostrándose quitadas de la pena, en actitud de quien espera que abran la puerta de la panadería. 




Policarpo Rueda con dos revolucionarios chamulas enanos,
 Chiapas, c. 1910. © Inv. No. 34261, Fondo Casasola, SINAFO-Fototeca Nacional del INAH.


    Fotos grotescas, como la de un tal Policarpo Rueda retratado con un telón de fondo en medio de dos enanos chamulas, armados con sendos rifles y cananas sobre el pecho. 


Médico con la pierna amputada de un federal, Chihuahua, 1912. © Inv. No. 36758, Fondo Casasola, SINAFO-Fototeca Nacional del INAH.

    O esa otra, francamente surrealista, que muestra a un cirujano grandote y bigotón, con un atavío como de monja, sosteniendo entre sus brazos una enorme pierna recién amputada, retratado en una pared de la que cuelgan, sostenidos por un clavo, su ropa y una especie de gigantesco condón recién utilizado. 

 

Pancho Villa con miembros de su ejército en un campamento maderista, Ciudad Juárez, Chihuahua, abril de 1911. © Inv. No. 6194, Fondo Casasola, SINAFO-Fototeca Nacional del INAH.

    Hay fotos de Pancho Villa y su tropa en un campamento maderista y otra, conmovedora, cuando estuvo a punto de ser fusilado por órdenes de Victoriano Huerta en Chihuahua en junio de 1912. Katz documentó este momento de acuerdo al testimonio del general Guillermo Rubio, encargado de cumplir la orden: “Encontré a Villa hincado y llorando, suplicando en voz alta que no se le fusilara… mientras el pelotón de ejecución tenía las armas descansadas”. Villa se refirió años después a este momento en estos términos:


Villa a punto de ser fusilado por órdenes de Victoriano Huerta, Jiménez, Chihuahua, junio de 1912; Doctor Alemán Pérez (médico de la División del Norte). © Inv. No. 68170, Fondo Casasola, SINAFO-Fototeca Nacional del INAH.

No pude continuar porque las lágrimas me rodaban de los ojos, no sé si del sentimiento de verme tratado de aquella manera sin merecerlo, o quizá de cobardía, como han gritado tanto mis enemigos cuando me han huido. Yo dejo que el mundo juzgue mis lágrimas en aquellos supremos momentos: si fue la cobardía la que las hizo brotar, o fue la desesperación de ver que me iban a matar sin que yo supiera por qué.

 

Francisco I. Madero votando, Distrito Federal, 1 de octubre de 1911. © Inv. No. 68491, Fondo Casasola, SINAFO-Fototeca Nacional del INAH.




Partidarios maderistas, 
Distrito Federal, 1911. © Inv. No. 186139, Fondo Casasola, SINAFO-Fototeca Nacional del INAH.

    Otras fotos tienen un nítido simbolismo ciudadano, como aquella donde está Francisco I. Madero votando en el Distrito Federal el 1 de octubre de 1911. Un sufragio que más de cien años después sigue sin ser respetado. Y arriba de ella, otra de partidarios maderistas bebiendo cervezas en una mesita dispuesta en la calle, ante un pendón con la foto de su candidato, todos a medios chiles, con los sombreros hacia atrás y un perro collie echado a sus pies. 




Federales atacando a los zapatistas, 
Amecameca, 1911. © Inv. No. 64398, Fondo Casasola, SINAFO-Fototeca Nacional del INAH.

    Llama la atención las pocas fotos que hay de combates auténticos y las todavía más pocas tomadas en el campo, una de ellas es un enfrentamiento de federales, que aparecen en la imagen atacando quizá a tropas zapatistas en Amecameca. Su autenticidad reside en la premura con la que está tomada y en lo borroso del resultado. Más tarde, dice John, el desenfoque fue un recurso aprovechado para darle realismo a fotografías que simulaban combates.




Portada de La Ilustración Semanal, 
10 de agosto de 1914; Ezequiel Álvarez Tostado.

    En el otro extremo de esta foto, que tiene toda la pinta de ser real, aparece la portada de la revista La Ilustración Semanal, mostrando a un joven más tieso que un cactus, apuntando con un fusil recargado sobre el alambre de púas que cerca un campo de maíz con magueyes, con el pie izquierdo sobre un tabique colocado para la ocasión y la imprescindible bandera nacional, colocada a su lado, como el espíritu de la patria materializado, inspirando su disparo ficticio. Quisiera referirme por último a las fotos de zapatistas recorriendo las calles de la ciudad de México a caballo, quitándose el sombrero a la entrada de la basílica de Guadalupe, o comiendo en la barra de Sanborn’s en diciembre de 1914. Decía al principio que las clases altas del siglo XIX consideraban al maíz como un impedimento del desarrollo nacional y llegaron al grado de difundir, en los textos del senador Francisco Bulnes, las falacias de una supuesta ciencia de la nutrición que explicaba la debilidad del pueblo mexicano recurriendo a la división de la humanidad en tres razas: los pueblos del trigo, los del arroz y los del maíz. Luego de exponer los supuestos valores nutritivos de cada cereal llegaba a la siguiente conclusión: “La historia nos enseña que la raza del trigo es la única verdaderamente progresista” y que “el maíz ha sido el eterno pacificador de las razas indígenas americanas y el fundador de su repulsión para civilizarse”. Por si esto fuera poco, Bulnes afirmaba que “En la humanidad, las especies conservadoras (como los indígenas mexicanos), experimentan en su organismouna especie de mineralización que las inclina hacia la inmutabilidad y pasivismo de las rocas”, lo que cancelaba toda posibilidad de un progreso futuro.2 

    El grupo de “los científicos” porfirianos encontraba atractivo el discurso de las proteínas y los carbohidratos porque proporcionaba una explicación al subdesarrollo nacional sin recurrir a las doctrinas de un racismo extremo que condenaba al país a un atraso eterno. El racismo alimentario dejaba entrever una esperanza de superación y progreso si la población nativa se alimentaba adecuadamente, y más aún si adoptaba las costumbres europeas. La fe en el progreso importado de Europa se derivaba de una premisa fundamental: que era la cultura y no la raza la que determinaba la modernidad. No era necesario ser europeo de nacimiento; bastaba con actuar como europeo, vestir como europeo, comer como europeo. 

    La prensa de la época exaltaba las virtudes del pan de trigo considerándolo como el alimento del mundo civilizado, mientras reafirmaba la idea de que el maíz era poco adecuado para el consumo humano. Este discurso tuvo tan amplia aceptación entre las clases media y alta urbanas, que se llegó a considerar la difusión del pan como medida de desarrollo y expansión del proceso civilizatorio occidental. 




Zapatistas en Sanborn’s, 
Distrito Federal, diciembre de 1914. © Inv. No. 33532, Fondo Casasola, SINAFO-Fototeca Nacional del INAH.

    En un manual de cocina michoacana se llegó a considerar al trigo como “un señalado favor de la Divina Providencia a la humanidad”.3 La revolución mexicana, siguiendo esta línea discursiva, sería entonces, entre muchas otras cosas, también la rebelión de los hombres de la tortilla, la rebelión de campesinos milenarios que por unos días hicieron suya la ciudad y ocuparon algunos de sus espacios más significativos: la basílica, el Palacio Nacional y Sanborn’s, donde se sentaron plácidamente a tomar un café con pan, servidos por atentas señoritas de pelo recogido e impecables delantales blancos.

NOTAS

1    Pilcher J. ¡Vivan los tamales! La comida y la construcción de la identidad mexicana. CONACULTA-CIESAS-Ediciones de la Reina Roja. Colección La falsa Tortuga, México, Op. cit. (2001) pp. 110, 116, 118. 
2    Ibid., pp. 119, 128.
   Ibid., pp. 130-134.


Julio Glockner
Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades
“Alfonso Vélez Pliego”, BUAP
julioglockner@yahoo.com.mx

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