¿De qué diablos estamos hablando?



Julio Glockner Rossainz
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Con la llegada de Cristóbal Colón y sus navegantes a fines del siglo XV a las islas del Caribe, no sólo desembarcaron animales, semillas, técnicas e instrumentos desconocidos por los nativos isleños, también desembarcó un complejo imaginario religioso que comenzó a poblar de santos y vírgenes la geografía recién descubierta por lo europeos. Entre esos personajes ocupaba un lugar especial el Diablo, cuya presencia muy pronto fue advertida en los cultos de los indios taínos por el fraile catalán Ramón Pané, quien dio forma al primer libro escrito en lengua europea en el Nuevo Mundo, concretamente en la isla La Española, por indicaciones del almirante Colón. Fray Ramón Pané, desde luego, nunca advirtió que estaba ante un juego de espejos y que los Diablos que veía en las deidades taínas eran en realidad sus propios demonios. Desde esos remotos días hasta la fecha el Diablo no ha salido de la isla, hoy dividida entre la República Dominicana y Haití. La última vez que se supo de su terrible presencia fue en 2010, cuando un predicador evangelista, cabeza de las iglesias protestantes en Haití, responsabilizó al Diablo y a los practicantes del vudú, considerado también erróneamente como un culto satánico, del terremoto que destruyó la ciudad de Puerto Príncipe. Entre estos dos eventos cabe la historia entera de la presencia de Satanás en el continente americano.     
    Lo que en México comenzó a suceder desde el siglo XVI con la llegada de los españoles y el desembarco con ellos de un Dios único y trino, La virgen María y el Diablo, ha sido un proceso de sincretismo religioso con la cosmovisión mesoamericana que ha perdurado a lo largo de la historia de los pueblos indios y campesinos que fueron evangelizados por las ordenes franciscana, dominica, agustina, jesuita y el clero secular. Cuando dos religiones, con sus respectivas creencias, ritos y normas éticas, se ponen en contacto, pueden ocurrir tres cosas, dice Manuel Marzal: 1) que ambas religiones se confundan en una nueva, produciendo una síntesis; 2) que ambas religiones se superpongan y mantengan su propia identidad, produciendo una simple yuxtaposición; 3) que ambas religiones se integren en una nueva, pero siendo posible identificar la procedencia de cada elemento de la misma, produciéndose así un verdadero sincretismo.    
    En nuestro país predominó, en un primer momento, la yuxtaposición del cristianismo con la rica variedad de cultos que existían en Mesoamérica, considerados siempre como obra del Demonio por los frailes, pero esta situación, propia de los primeros contactos, no podía durar mucho tiempo, pues a medida que la colonización y la evangelización se consolidaban fue adquiriendo mayor importancia el sincretismo propiamente dicho, con las variantes propias de los cultos que se celebraban en las diferentes regiones. Las crónicas de los siglos XVI y XVII no dejan de considerar como obra del Demonio el culto que los indígenas rendían a la naturaleza, y esto acurre aún en nuestros días en algunas zonas indígenas. 
    El sincretismo es un proceso vivo en constante transformación, en permanente reformulación, integración y descarte de los elementos en juego. Uno de los problemas que se enfrentan al analizar el proceso sincrético es el de la identificación certera de aquellos elementos ambiguos, cargados de significados ambivalentes debido a las particulares condiciones en que se produjo su desarrollo histórico. Tal es el caso del Diablo. Cuando se le menciona en México no sabemos bien a bien si el discurso se refiere al Diablo judeo-cristiano de la ortodoxia católica o a las deidades mesoamericanas erróneamente consideradas como diabólicas. Por esta razón es imprescindible que de entrada nos preguntemos ¿de qué diablos estamos hablando?
    Con esta pregunta en mente inicié la lectura del libro de José Antonio Terán y los comentarios que voy a hacer los considero como un reconocimiento a una obra polémica, sustentada en una investigación seria y acuciosa que nos brinda la oportunidad de reflexionar y encontrar diferentes ángulos de interpretación que quizá enriquezcan un tema de por sí apasionante. 
    En 1979, al estar trabajando en un proyecto de rehabilitación de la plaza pública de San Luis Tehuiloyocan y la restauración de su Vía Crucis, José Antonio Terán tuvo conocimiento de la existencia de una extraña casa, que, según el cura de la localidad, era una capilla privada. El inmueble llamó su atención por lo atípico de su distribución, que no correspondía al criterio común de las casas del siglo XVIII, pero sobre todo por la fachada de la construcción que se encontraba al fondo del patio, donde aparecían diversas figuras elaboradas con una técnica derivada de las paredes rejoneadas, en la que se colocan pequeñas piedras en hilera sobre el revoque fresco del muro para diseñar dibujos lineales. Hay otro ejemplo interesante de esta técnica en un muro lateral de la iglesia de San Lorenzo Chiautzingo, donde puede apreciarse una escena campestre con diversos animales, músicos y (si mal no recuerdo) personajes bebiendo pulque. Las muestras de laboratorio, dice Terán, indican que este mural fue originalmente polícromo.
    Voy a referirme únicamente a cinco figuras del complejo iconográfico analizado por José Antonio Terán y los autores con los que ha colaborado en esta interesante investigación.  Las dos primeras son los monos colocados a los lados de la puerta principal y que ocupan el lugar más sobresaliente de la fachada. Se trata de dos figuras antropomorfas, con cabeza humana y cuerpo de simio, con garras en vez de manos y pies y el pene erecto. En estas figuras, considera el autor, reside la clave del significado del mural. Su actitud es burlona: sonríen mientras que de sus bocas emerge una larga lengua. Ambos llevan sombrero, rematado por una cruz; ante cada uno hay algo que sugiere un altar, y encima un recipiente en llamas, todo ello aviva la idea de que se trata de un ritual, máxime que debajo de ambas figuras se aprecia un doble círculo con seis puntos, atributo que alude a la celebración de la misa negra. 
    En la icnografía cristiana, dice Pérez Rioja, autor del Diccionario de símbolos y mitos, citado por Terán, el mono se emplea para simbolizar “el pecado, la lujuria, la astucia y la malicia... y representa también a Satán”. Es posible que esos monos personifiquen a súbditos del Demonio, que de manera burlona imitan al sacerdote cristiano que ofrece una misa, aunque en este caso la parodia estaría destinada a Satanás, pudiéndose tratar, entonces, de una misa negra, dice José Antonio Terán. Según Pascual Buxó, en cuya interpretación Terán sustenta algunas de sus afirmaciones: “los simios tienen un evidente carácter protagónico, siendo representaciones del Diablo mismo figurado en la interpósita persona del mago o ministro que dirige sus ritos”.


© José Antonio Terán Bonilla, Mural con dibujos de seres demoniacos a los lados de la puerta, tomado de  La guarida del Diablo, El Errante Editor, México, 2013.


    Quisiera recordar aquí la importancia simbólica del simio en la religiosidad y la cosmogonía mesoamericanas. Ozomatli, es el nombre del undécimo día del calendario adivinatorio de 260 días y está representado con la cabeza de un mono. Durante la segunda de las cuatro edades de la Tierra, según la mitología nahua, los hombres se convirtieron en monos. Pero más significativo para el argumento que quiero esbozar es el hecho de que el mono, por sus cualidades lúdicas, lujuriosas y festivas es una encarnación de Xochipilli, deidad solar de la danza, el juego, las flores y la música. Todavía en nuestros días, en la fiesta de la Xochipila, en la Sierra Norte, el día de san Juan los mayordomos encargados de la celebración resguardan y pasean por el pueblo de Xicotepec de Juárez un antiguo teponascle, tallado en madera, con la figura de un mono. Xochipilli es la deidad de las plantas sagradas, como lo demostró Gordon Wasson al estudiar la escultura de este dios que se encuentra en el MNA, con el cuerpo cubierto de plantas psicoactivas, plantas que, como bien señala José Antonio Terán, eran utilizadas ritualmente durante el periodo colonial.  
    En fin, lo que quiero resaltar es que la presencia de un par de simios en la fachada de la casa de san Luis Tehuiloyocan es polivalente y nos remite también a la simbología mesoamericana, algo en lo que no reparó, al parecer, José Pascual Buxó. La presencia en el mural de figuras vinculadas a la religión católica, como los anagramas de Jesús y José, los tres templos, la barca, los símbolos de la pasión, los ciervos, etc., se explica porque en los rituales diabólicos esas imágenes eran imprescindibles para profanarlas de manera burlona, dice Terán siguiendo atinadamente a Pedro Ciruelo. Y continúa su argumentación citando a Pascual Buxó: “No se olvide que, según el parecer de todos los expertos en demonología, el Maligno finge veneración por las cosas sagradas pero, en realidad, en sus ceremonias se mofa de los signos cristianos”. Todo esto insinúa –concluye Terán– que la ornamentación conlleva una tesis mágica, más aún si se recuerda que en ciertos rituales era imprescindible la imagen cristiana a fin de mofarse de dicha religión y de profanarla. Por lo que se puede concluir que el mural emulaba a los retablos de los templos cristianos. 
    Coincido con él en que la ornamentación puede representar un ritual de carácter mágico, pero no estoy convencido de que sea necesariamente con un propósito de burla sacrílega, más bien creo que el acto mágico va más allá, es decir, apunta a un sentido positivo, propiciatorio de la fertilidad, y esto explica la presencia de un personaje sembrando semillas en la tierra. Por todo el país encontramos ejemplos de altares, danzas, oraciones y alabanzas o lugares sagrados en los que coexisten armónicamente, dentro de una lógica mágico-religiosa, las deidades cristianas con espíritus y deidades provenientes de la cosmovisión mesoamericana.
    Debe decirse que en el siglo XVIII –escribe José Antonio Terán–, se dieron varios casos de clérigos acusados ante la Inquisición como conculcantes de las sagradas imágenes, “es decir, culpables de haber hollado impíamente los sacramentos en la celebración de ceremonias satánicas”, por ejemplo, los efectuados contra Lucas José Ortiz (en 1746) y contra el carmelita fray Isidoro de Jesús María (en 1789), consignados en la Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en México, de José Toribio Medina. De ser verdadera esta reflexión –continúa Terán cautelosamente– podría afirmarse que la totalidad del mural obedece a un programa iconográfico previo, y que fue elaborado por una persona con obvios conocimientos de la doctrina católica. Lo más probable es que el autor intelectual del mural haya sido un profesional de la magia, por lo menos semi-ilustrado. Coincido con él en que el autor del mural era un profesional de la magia, pero ¿qué tipo de especialista era? Terán menciona la opinión  de Pascual Buxó, quien dice que el responsable de la obra era una persona de condición social superior, provisto de la autoridad suficiente como para sentirse al amparo de suspicacias y delaciones por parte de los pobladores indígenas de Tehuiloyocan y capaz de sufragar los gastos de construcción de esa casa artificiosa [por lo que llega a suponer que] tal persona no podría haber sido otra que uno de los sacerdotes del lugar, quizá el único cura doctrinero que atendía los oficios en las iglesias de San Luis...
    Como Buxó viene argumentando la existencia de ritos satánicos, ignorando, al parecer, los ritos de origen mesoamericano, considerados erróneamente como satánicos, lógicamente llega a la conclusión de que la casa pudo pertenecer a un sacerdote católico que cometía el pecado de sacrilegio. Pero yo pienso que pudo pertenecer también a un especialista en el control mágico de los meteoros, y sustento mi opinión en una posibilidad, aunque no solo en ella: que las águilas bicéfalas que se encuentran en la parte superior de la puerta principal pueden ser un emblema de los trabajadores del temporal de la época. 
    Estas águilas bicéfalas son interpretadas por Terán como el emblema de los Austrias, que lo son, pero otra vez creo que el símbolo es polisémico y puede estar ahí, en el centro de la fachada, para evocar el poder soberano de una dinastía de emperadores, pero también el poder soberano de las congregaciones de trabajadores del temporal que entraban en contacto con deidades poderosas que habitan en la naturaleza y que utilizaban un emblema muy semejante en sus rituales. Un ejemplo de este emblema aparece en la portada del libro Graniceros que coordinaron Johanna Broda y Beatriz Albores. He vuelto a la casa de Tehuiloyocan a mirar con binoculares este emblema,  pero por el tipo de técnica empleada y el tiempo transcurrido es muy difícil distinguir las figuras. En todo caso, encuentro más semejanza en una de ellas con un felino que con un águila. Si este fuera el caso, la hipótesis que expongo tendría mayor fuerza pues estarían representados en ella las fuerzas cósmicas del cielo y la tierra, de lo oscuro y lo luminoso, lo húmedo y lo seco, lo masculino y lo femenino, etc., que rigen la lógica dual del pensamiento mesoamericano. Las águilas bicéfalas, además, están colocadas entre “medias figuras humanas que emergen de vástagos vegetales”. Imposible no pensar en los rostros humanos que emergen de las mazorcas en los murales de Cacaxtla, de modo que tiene algún sentido pensar en un emblema de pedidores de lluvia que propician la fertilidad y el crecimiento de las plantas alimenticias.    
    Por último, quisiera mencionar un símbolo que se encuentra frente al falo y el altar de los simios: es un signo en forma de S de tamaño considerable, aunque también aparecen en menor tamaño esparcidas por el mural. Dice al respecto José Pascual Buxó: 

Repartidos por todo el mural aparecen roleos en S, forma que también afecta las numerosas volutas y vástagos serpentinos [...], como si quisieran evocar de manera encubierta pero obsesiva la letra inicial del nombre de Satanás, Príncipe de este bajo mundo.

    O quizá –Añade Terán– se trate de una representación directa de la serpiente, pues en ella se alude al Demonio y a la maldad. O quizá, añadiría yo, se trate del símbolo pluvial y estelar de la fertilidad llamado Xonecuilli, de origen olmeca y nahua y estudiado recientemente en los templos de los valles de México, Tlaxcala, Morelos y Puebla por Armando González,1 quien señala la presencia de este símbolo en el mural de Tehuiloyocan. Personalmente veo más cerca este símbolo a las serpientes que menciona Terán (que evocan también la renovación y la fertilidad) que a la S satánica de Pascual Buxó. Pareciera que estoy empeñado en contradecir a este autor, nada de eso, simplemente veo desde otra perspectiva y otros autores, y digo lo que veo. 
    Si se tratara efectivamente de una S yo la asociaría más a la S de Santiago Caballero que a Satanás, por la razón de que el Señor Santiago está asociado al trueno y el rayo, a que su fiesta titular fue instituida desde mediados del siglo XVI en la ciudad de México y a que en el siglo XVII Jacinto de la Serna ya mencionaba que se recurría a él para propiciar el buen clima en virtud de su asociación con el trueno y los relámpagos, según nos recuerda Armando González en su trabajo. El argumento más sólido en favor de que en la casa se practicaban cultos satánicos es el texto en latín que se encuentra en las vigas del techo, en el que se invirtió la secuencia de lectura de izquierda a derecha, de modo que podía leerse de mejor manera utilizando un espejo. El hecho de estar escrito en latín refuerza la tesis de que el practicante de la magia diabólica era un sacerdote sacrílego. 
    José Antonio Terán cita la siguiente reflexión concluyente de Pascual Buxó:

“Aunque no dispongamos de pruebas directas, es evidente que, en el último tercio del siglo XVIII, se reunían en el pueblo de Tehuiloyocan una secreta y bien trabada comunidad de adeptos de Satanás, principalmente integrada por criollos de la región de Cholula, en quienes residía el poder económico y político, los cuales –como solía ocurrir– estarían en comunicación con algunos indios hechiceros para beneficiarse de sus antiguos saberes mágicos y herbolarios. El aislamiento del poblado y la fidelidad que mantendrían los miembros de esa sociedad secreta explican que hasta ahora –a más de dos siglos de su construcción– nadie hubiera reparado en aquella casa de inocente aspecto exterior pero expresamente construida para servir de templo o morada del Diablo. Tampoco resulta insólito que al frente de ese grupo mágico se encontrara un cura doctrinero, puesto que no era infrecuente que los miembros de la Iglesia de Cristo se involucraran en la práctica de las artes nigrománticas; más aún, los procesos de la Inquisición a que antes hicimos referencia abundan en detalles acerca de frailes y sacerdotes concupiscentes y conculcadores de imágenes, esto es dedicados al culto satánico que, como recordamos, se basa principalmente en la abominación de los Santos Sacramentos.”

    Lo que no queda claro, con todo y lo evidente que le parece este razonamiento a Buxó, es el motivo por el cual esta supuesta secta satánica se reunía para abominar de los Santos Sacramentos. Por otro lado, si los ritos diabólicos se realizaban en el patio, cosa que a Buxó le parece una prueba más de la celebración de misas negras, olvidando que la milenaria ritualidad mesoamericana siempre se realizó en espacios abiertos, no me parece posible que una barda de adobe pudiera ocultar el culto al Diablo. Visualmente sí, pero auditivamente no.
    Tampoco creo posible que en el siglo XVIII, en que todo mundo conocía santo y seña de los demás en una región, pudiera haber reuniones nocturnas de carácter “satánico” con criollos adinerados que contratan los servicios de hechiceros diabólicos para darse el gusto de profanar los símbolos católicos. En cambio, sí me parece posible (y lo refieren Hernando Ruiz de Alarcón y Jacinto de la Serna en el siglo XVII) que criollos ricos contrataran los servicios de magos especialistas en el control del clima, llamados teciutlazques o quiaclazques, para realizar rituales, considerados erróneamente por la iglesia como satánicos, con el propósito de ahuyentar el granizo y procurar la lluvia para obtener abundantes cosechas que incrementaran su prosperidad. Esto podía realizarse en relativa clandestinidad, debido al rechazo del clero a estos cultos (cosa que ocurre aun en la actualidad), pero si las ceremonias fuesen descubiertas y la gente del poblado se enterara de su celebración, nada de extrema gravedad ocurriría, pues los vecinos, agricultores de tradición nahua con antepasados que practicaron ritos semejantes, comprenderían su significado y no se escandalizarían, es más, es muy probable que ellos mismos acompañaran al mago a realizar rituales en los lugares cercanos, como cerros y montañas, corrientes de agua y manantiales, o en los propios campos de cultivo, como ocurre también en la actualidad. No por haber estado excesivamente ocultos, sino por haber sido relativamente abiertos y vinculados a una tradición mágico-religiosa local, fue que los rituales pasaron desapercibidos ante el Tribunal del Santo Oficio.  
    Si el proceso de evangelización había sido lánguido durante los siglos XVI y XVII, y en el barroco del siglo XVIII predominó cierta libertad de interpretar y practicar ritualmente la simbología católica, podemos suponer, con cierto fundamento, que los antiguos cultos mesoamericanos que se practicaban en el México central gozaban de gran vitalidad, tanto es así que doscientos años después aún los podemos presenciar, por ejemplo, en el culto a los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl.
    Que una serie de rituales asociados a la fertilidad, así como a la adivinación y la sanación de enfermedades o, al contrario, a la generación de daños y padecimientos por artes mágicas, tuviera una amplia difusión en el siglo XVIII, no me cabe la menor duda. Lo que no sabemos es de qué manera estos rituales pudieron asociarse con ritos propiamente satánicos, en caso de que estos hubieran efectivamente existido en san Luis Tehuiloyocan. Su presencia me parece dudosa por una sola razón: los habitantes de los pueblos de aquel entonces no tenían ninguna necesidad de recurrir a Satanás para oponerse ritualmente a los mandatos del clero católico, les bastaba con la satanización, equívoca, que la iglesia había construido en torno a las antigua deidades indígenas para alcanzar plenamente este objetivo.
    No me queda más que felicitar a José Antonio Terán por este libro sugerente que seguramente despertará un interés polémico, que es, por cierto, la mejor manera de honrar una publicación.


Julio Glockner
Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”, BUAP
julioglockner@yahoo.com.mx

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