El agua en la literatura de la imaginación



Gabriela A. Vázquez Rodríguez
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La ecocrítica es el campo de análisis que surge de la confluencia entre la preocupación ambiental y la crítica literaria. Nacida de la hibridación, reconoce que la literatura es un medio para la enseñanza y la práctica de la complejidad, y considera a la naturaleza no como mero escenario en el que sucede una historia, sino como un sujeto, más que como un objeto. La ecocrítica aporta una mirada no antropocéntrica de la naturaleza desde la otredad extrema que esta supone; además, al retomar el papel de los relatos en la construcción de nuevos imaginarios, busca deconstruir la idea de que la naturaleza es una mera pila de recursos más o menos listos para su aprovechamiento.

     Uno de los géneros preferidos para el abordaje ecocrítico es la ciencia ficción, que es una vertiente de lo que el escritor mexicano Alberto Chimal denomina simplemente “literatura de la imaginación”. La ciencia ficción ofrece un escenario para que se explore, desde un presente que se antoja cada vez más tambaleante, el vértigo que produce el porvenir. Numerosas plumas alrededor del mundo han engendrado inquietantes versiones de futuros posibles, que más desazonan en tanto más se enraízan en los males reconocibles del presente, entre los cuales se encuentra, por supuesto, el deterioro ambiental. De hecho, la exploración de la relación que la especie humana ha entablado con la naturaleza, atravesada por las tecnologías, está en el origen mismo de la ciencia ficción, que Isaac Asimov ubica en Frankenstein, de Mary Shelley.

     En la introspección y prospección que la ciencia ficción hace acerca de la relación sociedad-naturaleza no faltan las catástrofes, de las que pueden distinguirse tres tipos: las de origen terrestre (o cósmico), las causadas por alienígenas y las que resultan de la humanidad misma (Bastien van der Meer, 2018). En los escenarios derivados de estas catástrofes literarias, el agua aparece como elemento cuya escasez o demasía aporta un dramatismo adicional. Por una parte, quienes vivimos en zonas en donde la disponibilidad del agua es un problema cotidiano, podemos sentirnos interpelados por la enorme vulnerabilidad de nuestra especie frente a la falta de este recurso; por otra parte, esta vulnerabilidad no es menor cuando el agua se presenta en torrentes incontrolables, tal y como ocurre, por ejemplo, en los eventos climáticos extremos que caracterizan al Capitaloceno.1

     Dado que la ecocrítica puede referirse al agua no solamente como el recurso indispensable que es, sino poniendo en valor su dimensión social y su protagonismo en la memoria e identidad de los pueblos, es un elemento valioso de lo que se ha denominado “la cultura del agua” (Martos-Núñez, 2012). Los estudiosos de la cultura del agua reconocen realidades hídricas complejas con una perspectiva histórico-cultural que no puede provenir solo de los estudios tecnocientíficos; conceden importancia a los usos sociales, al patrimonio intangible vinculado al agua, a la simbología, la memoria e imaginarios colectivos. En este trabajo se hará una aproximación ecocrítica a la literatura de la imaginación que se ha referido al agua. Después de presentar un breve recuento de los símbolos asociados al agua, nos enfocaremos en dos textos de sendas escritoras latinoamericanas: el cuento “Como quien oye llover”, de Andrea Chapela (Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio, Almadía, 2020) y la novela corta Distancia de rescate, de Samanta Schweblin (Almadía, 2014). Se analizará cómo estas escrituras, en las que el agua es protagonista, retoman las preocupaciones ambientales de nuestro tiempo, mientras ofrecen una mirada crítica al deterioro que el Capitaloceno impone sobre ciertos paisajes y cuerpos.

 

SIMBOLOGÍA DEL AGUA

 

En las cosmogonías arcaicas es muy frecuente el tema del agua, que simboliza el misterio del nacimiento y la muerte o disolución, ya sea del individuo o del universo. Desde la Antigüedad se le ha identificado como la sustancia elemental de todo lo que existe, o el principio último de la vida; por ello quizá es un elemento femenino que desde el vientre materno cuida y acuna (Lozano, 2006). Se ha visto en ella el elíxir de la inmortalidad, la puerta de acceso a lo sagrado, el origen de la memoria y del olvido, y por encarnar como pocas sustancias el problema del cambio y la permanencia, es el medio de curación, regeneración y purificación por excelencia (Espinosa, 2011).

     Igualmente, en la historia de la cultura abundan los registros que asocian al agua con la belleza, la armonía y el misterio de lo real. Es así como el peso simbólico del agua, aunado a su innegable materialidad, ha alimentado en más de un sentido a la humanidad, y de un modo distinto al de los demás elementos naturales (Espinosa, 2011).

     Como Proteo, dios del mar, el agua adopta múltiples formas (Lozano, 2006), por lo que también es una fuerza caótica a la que se le teme desde tiempos inmemoriales. El agua protege, pero también devasta: alberga monstruos como Leviatán o Moby Dick, y aniquila por demasía o por ausencia. Según Immanuel Kant, es en esta capacidad para causar temor que reside su carácter sublime, y se accede a él siempre que se esté a salvo:

 

El océano sin límites, rugiendo de ira, una cascada profunda en un río poderoso, reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez, comparados con su fuerza. Pero un aspecto es tanto más atractivo cuanto más temible, con tal de que nos encontremos en lugar seguro, y llamamos sublimes a los objetos que elevan las facultades del alma por encima de su término medio ordinario. (En Cordero, 2015)

 

     El carácter sublime del agua, notoriamente derivado de su inmensidad y abundancia, es un tropo común de la literatura. No debería ser extraño, que la más antigua obra literaria escrita, la Epopeya de Gilgamesh, aborde este tema y sea la primera que recoja el mito del diluvio. Muchas otras obras tratan las inundaciones como resultado de la voluntad divina o de la imprevisión de los hombres; en la Ilíada, el Escamandro es un dios/río que toma partido contra Aquiles en la guerra de Troya, y lo hace desbordándose para oponerse a su avance.

     En la modernidad, la desacralización progresiva de la naturaleza ha llevado a que el agua, al igual que los bosques, el suelo y prácticamente cualquier elemento terrestre, fuera perdiendo ese carácter sublime. En paralelo, se fue implantando una percepción utilitarista que le atribuye un valor a la naturaleza en la medida en que cumpla una función definida por el mercado, gracias a lo cual esta ha quedado semánticamente reducida a un almacén de recursos, materias primas, commodities o “capital natural”. En la literatura, el abordaje del tema del agua se fue entretejiendo con las decisiones y obras humanas desmesuradas que desencadenan catástrofes imprevistas. Así, inspirado en personajes históricos relacionados con la construcción del canal de Suez, Jules Verne relata en La invasión del mar cómo un terremoto le abre paso al Mediterráneo en el Sahara, adelantándose a un proyecto de ingeniería que pretendía el mismo objetivo (Bastien van der Meer, 2018).

     Tras el surgimiento del ambientalismo como corriente contracultural hacia la década de 1960, son las catástrofes imaginables en el contexto del Capitaloceno las que predominan en las obras de ciencia ficción (Bastien van der Meer, 2018). De hecho, por sí solo, el cambio climático es objeto de lo que se llama ficción climática (climate fiction, o Cli-Fi), entre cuyos autores insignia se encuentran J. G. Ballard y Margaret Atwood. J. G. Ballard es el autor de El mundo sumergido y La sequía, que se desarrollan en futuros castigados por el exceso y la escasez de agua, respectivamente. Es el escenario de la penuria crónica de agua el que prima en el imaginario postapocalíptico de Dune, de Frank Herbert, o La carretera, de Cormac McCarthy, así como en innumerables películas, de Interstellar (Christopher Nolan) a Rango (Gore Verbinski), por mencionar solo algunas.

 

CATÁSTROFES LÍQUIDAS

 

En México, la ciencia ficción se desarrolla desde los márgenes, pero con vitalidad, según Itala Schmelz. Esta autora encuentra que, a diferencia de los relatos provenientes del Norte Global, que suelen interesarse en las innovaciones tecnológicas, los textos mexicanos se enfocan en los aspectos políticos y sociales que el futuro podría conllevar. Asimismo, Schmelz no encuentra en los textos mexicanos héroes salvadores ni finales felices, sino visiones descarnadas del devenir (Schmelz, 2012).

     La Ciudad de México es el escenario preferido de estos relatos sombríos, como se espera de una ciudad en la que el apocalipsis se vive a plazos, a decir de Carlos Monsiváis. Los grandes e icónicos espacios públicos, como el Zócalo o el Bosque de Chapultepec, se presentan como lugares asolados en donde se escenifica la lucha por la supervivencia. Y por razones obvias, la destrucción de la urbe suele venir de la mano de movimientos telúricos, como en el cuento “El año de los gatos amurallados”, de Ignacio Padilla, aunque también puede deberse al impacto de un meteorito, como sucede en el relato “Las últimas horas de los últimos días”, de Bernardo Fernández (Bef).

     La obra de la capitalina Andrea Chapela está dándole nuevos bríos a la literatura de la imaginación hecha en México. Uno de los rasgos de su escritura es su filiación por los temas científicos, que ella desarrolla con soltura por su formación académica. Así, en su volumen de cuentos Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio, la autora crea artefactos verosímiles y de toda índole, capaces de conectar mentes en una nube, predecir la posibilidad de un romance o “resetear” la memoria.

     En “Como quien oye llover”, la Ciudad de México sufre el embate de lluvias casi constantes que terminan por inundar esta cuenca endorreica y hacen resurgir su pasado lacustre. A diferencia de Georgina Cebey, quien en su ensayo Arquitectura del fracaso reivindica el corazón de piedra y cantera de la ciudad, Andrea Chapela le regresa su naturaleza acuática, e imagina que calles y edificios completos han sido cubiertos por agua. Los más privilegiados de sus habitantes se han desplazado a las orillas, mientras otros tantos retomaron las chinampas como sustrato en el que viven y cultivan. Entre las sempiternas lluvias se intercalan breves períodos secos, que para los neochilangos son motivo de celebración. Es en uno de estos días de fiesta que se conocen las dos protagonistas humanas de la historia, la futura ingeniera Axóchitl, y Nesmi, la artista. Axóchitl (“flor de agua” en náhuatl) pertenece al sector social que por su pobreza está obligado a vivir en las chinampas y a desplazarse en lancha, pero no solo se ha adaptado a ese ecosistema ancestral, sino que se siente unida a él. Por el contrario, Nesmi se ha recluido en tierra firme y anhela partir aún más lejos. El cuento narra el conflicto entre estas dos perspectivas, claramente diferenciadas por su fuerte o inexistente enraizamiento en la ciudad acuática; para Nesmi la ciudad agoniza, mientras que para Axóchitl ha vuelto a su origen. El lago, otrora susurrante, ha recuperado su propia voz y no puede dejar de oírsele.

     La ciudad imaginada por Andrea Chapela es a la vez familiar y ajena, una especie de Xochimilco 2.0 en donde los tacos de canasta y las aguas locas coexisten con tatuajes que se mueven y bocinas que vuelan entre la muchedumbre que fiestea, y en donde se despliegan extraños dispositivos como el que Nesmi usa para atrapar los colores de las cosas y usarlos en sus dibujos. De esta ciudad inundada, no obstante, no se desprenden tufos apocalípticos. Cierto es que, para aventurarse en días secos a su lugar especial, el corazón del lago renacido, y apreciar el espectáculo de los domos del Palacio de Bellas Artes que sobresalen del agua, Axóchitl debe escrutar con cuidado el pronóstico de lluvia, sortear remolinos en su lancha y esperar que las lluvias imprevistas no la aíslen por meses del resto de la ciudad. En este lugar el agua es a la vez el sustento y una amenaza constante, y sin embargo es el sitio en el que surge el amor entre las dos protagonistas. El regreso del agua a su cuenca primigenia es asumido con toda naturalidad por la joven Axóchitl, quien solo sabe de la ciudad sedienta por los viejos relatos. Las temibles manifestaciones del cambio climático han representado un retorno, que se antoja eterno, de la ciudad a su pasado acuático, y de sus habitantes a un estadio anfibio.

     El relato de Andrea Chapela se inscribe en la tradición que describe cómo los habitantes de la Ciudad de México conviven con el lago agonizante en el que esta se construyó. Otros relatos de ciencia ficción, más embebidos en el panteón náhuatl, también han imaginado el regreso del lago, en una suerte de revancha por la caída que representó la conquista. En Tiempo lunar, de Mauricio Molina, el lago también regresa y arrasa. De la ciudad erigida sobre un modelo cosmogónico, cuyo nombre antiguo significa “ombligo de la luna”, había surgido un lago, y del fondo de este, la misma luna. El lago caído en desgracia deja de ser el espectro latente tras hundimientos y redes rotas de drenaje, y reaparece como el gran sobreviviente que revindicará al reprimido, al conquistado, al que lo perdió todo. El lago es ese México profundo que se niega a morir subyugado por el invasor.

 

PROFANACIÓN DEL AGUA EN EL EXTRACTIVISMO SOJERO

 

Otras catástrofes pueden hallar su cauce a través del agua, incluso si no escasea ni anega. Gracias a los hallazgos de Pasteur, Koch y Snow, se masificó la idea de que el agua y lo que tocara podía causar las temibles epidemias que azotaron Europa hasta el siglo XIX o la muerte. El cólera fue la primera enfermedad asociada al agua, y el terror que provocaba dio origen a la infraestructura urbana de provisión de agua de buena calidad, inicialmente por filtración y luego por cloración. El higienismo se volvió el enfoque preponderante de ordenamiento de muchas ciudades europeas y norteamericanas, y la principal arma con la que se enfrentaba este “nuevo” enemigo invisible. Como no podía ser de otra manera, hay una profusión de obras literarias acerca del cólera que se sumaron a otras tantas que se han escrito alrededor de las pestes.2 Un aspecto menos abordado en literatura es el que asocia al agua con la toxicidad química. En el Capitaloceno se producen 220 mil millones de toneladas anuales de compuestos químicos, principalmente a partir de petróleo, los cuales se dispersan en el ambiente sin que se conozcan sus efectos adversos a la salud humana o a los ecosistemas (Naidu et al., 2021).

     El biomonitoreo humano ha demostrado que, en todas las personas que se han analizado, se encuentran compuestos químicos desconocidos para las generaciones que nos antecedieron: retardantes de flama, plastificantes o pesticidas, entre otros, constituyen los ingredientes de un coctel que es único a cada habitante del planeta, y que lo afectará de un modo particular. No obstante la amplitud planetaria de este desastre, es más grave en ciertos sitios, puesto que se reproduce a través del colonialismo, el racismo, el patriarcado y otras estructuras de poder que construyen zonas de sacrificio con territorios y cuerpos específicos (Liboiron et al., 2018).

     De esta manera, la vida químicamente afectada se ha vuelto una condición compartida por todos, que nos une tanto como nos separa (Murphy, 2017).El agua es el vehículo, quizá el más importante, a través del cual se extendió esta condición: primero, al facilitar la dispersión de estas sustancias desde sus fuentes antropogénicas originales, y posteriormente al proveer una ruta de entrada a los cuerpos de los habitantes del Capitaloceno.

     En Distancia de rescate, Samantha Schweblin teje una trama en donde el terror reside menos en las almas que transmigran de un cuerpo a otro que en los agrotóxicos letales esparcidos por doquier. No hace falta llamarlo por su nombre: en esta novela, la esencia del mal está encarnada en el glifosato, principio activo del Roundup®, que conforma la dupla de la soja transgénica diseñada por Monsanto (ahora Bayer), y que de tal suerte es el pesticida de mayor venta en el mundo. El escenario de esta novela corta es un pueblo argentino en donde el extractivismo agrícola hace estragos en los cuerpos de quienes materializan el “milagro” sojero de ese país. Y es el agua estancada, poluta y necesaria, la que desencadena la muerte; primero de un caballo, y luego de los dos niños protagonistas: David, quien es oriundo del lugar, y Nina, que solo llega al pueblo para veranear con su madre, Amanda. David ha muerto años antes de la visita de Amanda y Nina, pero su madre, Carla, logró revivirlo gracias a un misterioso ritual que permitió que en el cuerpo del niño convivieran su propia alma y un alma externa. Tras el ritual, el niño empezó a comportarse de modo inquietante y se volvió un extraño para su madre. Tiempo después, cuando Nina y Amanda enfermen, será David quien guíe a esta última, moribunda, para que ubique en sus recuerdos el punto cero (“lo que es importante”) de la desgracia. Este punto cero no es otro que el del contacto, inadvertido, con el pesticida.

     Al igual que en la escritura de su compatriota Mariana Enríquez y de la boliviana Liliana Colanzi, la cotidianidad narrada por Samanta Schweblin va dando paulatinamente lugar a lo sobrenatural: este enrarecimiento no irrumpe de golpe, sino que se va instalando hasta inundar la imaginación de quien lee, gracias a un lenguaje que configura un ambiente siniestro. No obstante, si lo sobrenatural aparece, es porque antes se produjo una trasgresión que para Schweblin es la corrupción del agua por productos tóxicos, y que equivale a la profanación humana de un don sagrado (Castañón-Dávila, 2022). En este ecocidio, que subvierte el valor simbólico del agua, nadie está a salvo. No hay espacio para lo sublime en términos kantianos: el agua tóxica destruye lo que encuentra a su paso, y lo que resta son cadáveres, cuerpos deformes, tierras arrasadas.

     Los textos de Andrea Chapela y Samanta Schweblin representan ejercicios de imaginación de futuros inciertos en los que fracasó el sueño de la modernidad, y el dominio humano sobre la naturaleza en general, y sobre el agua en particular, se muestra cual malograda fantasía. En el primer caso, el agua, indomable, ha revertido la afrenta que siglos de obras hidráulicas infligieron a la cuenca del Valle de México para desecarla; en el segundo, el agua impulsa las fronteras del extractivismo agrícola mientras intoxica humanos y no humanos. Los paisajes del Capitaloceno, y los cuerpos que los habitan, han recibido los violentos efectos de la mercantilización de la naturaleza, y llaman a una reflexión acerca de los límites de estas metamorfosis.

 

NOTAS

 

1  En principio, los términos Antropoceno y Capitaloceno designan la época geológica actual, en la que las acciones humanas han dejado su huella en el planeta. No obstante, la idea subyacente al Capitaloceno es que la degradación ambiental no es producto de una humanidad abstracta (implícita en la raíz antropo), sino de relaciones económicas y políticas de poder enmarcadas en el capitalismo global.

2  Una breve lista de las obras que han tratado este tema y, en general, las epidemias, puede encontrarse en “Biblioteca de la Peste” de la revista Letras Libres (2020). https://letraslibres.com/literatura/biblioteca-de-la-peste/.

 

REFERENCIAS

 

Bastien van der Meer R (2018). Tener o no tener... ¡agua! H2O en la ciencia ficción. Nexos. Recuperado de: https://cultura.nexos.com.mx/tener-o-no-tener-agua-h2o-en-la-ciencia-ficcion/.  

Castañón-Dávila MP (2022). Las migraciones del agua: la transformación como símbolo poético y como instrumento de crítica en Distancia de rescate (2014), de Samanta Schweblin. Seminario de Estudios sobre

Narrativa Latinoamericana Contemporánea. Recuperado de: https://www.senalc.com/2022/06/20/las-migraciones-del-agua-la-transformacion-como-simbolo-poetico-y-como-instrumento-de-critica-en-distancia-de-rescate-2014-de-samanta-schweblin/.

Cordero A (2015). Paisajes de paisajes. Comprensión del paisaje desde la ecología política. En Zizumbo-Villareal L y Monterroso-Salvatierra N (Coords.), La configuración capitalista de paisajes turísticos (pp. 23-46). Universidad Autónoma del Estado de México, México.

Espinosa L (2011). Reflexiones sobre el agua: un espejo de nuestro tiempo. Dilemata 6:81-99.

Liboiron M, Tironi M and Calvillo N (2018). Toxic politics: Acting in a permanently polluted world. Social Studies of Science 48(3):331-349.

Lozano J (2006). Los sentidos del agua. Revista de Occidente 306:9-12.

Martos-Núñez E (2012). Lecturas del agua (símbolos, ecocrítica y cultura del agua). Nuances: Estudos sobre Educaçao 22(23):37-56.

Murphy M (2017). Alterlife and decolonial chemical relations. Cultural Anthropology 32(4):494-503.

Naidu R, Biswas B, Willett IR, Cribb J, Singh BK, Nathanail CP, Coulon F, Semple KT, Jones KC, Barclay A and Aitken RJ (2021). Chemical pollution: A growing peril and potential catastrophic risk to humanity. Environment International 156:106616.

Schmelz I (2012). El DF en tono apocalíptico. La literatura mexicana de ciencia ficción y la Ciudad de México. Artelogie 2:7.

 

Gabriela A. Vázquez Rodríguez
Área Académica de Química
Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo

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