Sobre la violencia



Enrique Soto Eguibar
Ver en el PDF

Por un lado, tenemos la poesía, el arte, la filosofía y el saber, entre otras actividades humanas que que nos conmueven y llevan a idealizar a nuestra especie. Por otro, existen la guerra el odio, la venganza, la destrucción y los crímenes atroces que nos hacen cuestionar el sentido de esta especie y la verdadera naturaleza del hombre. Me pregunto: ¿coexiste en cada uno de nosotros el altruismo con una criminalidad potencial? ¿Somos todos ángeles y demonios simultáneamente? O, ¿acaso en algún momento de nuestras vidas se define nuestro futuro, potenciándose el altruismo y la empatía o, por el contrario, toman el control la violencia, el odio y la tendencia criminal y antisocial?

     Si ambos potenciales conviven en nosotros, ¿qué determina entonces que comúnmente se tenga un tipo de conducta y no otra?, ¿son las circunstancias el elemento que define nuestra actitud, o es nuestra genética?, ¿podría ser la crianza y el afecto que hemos recibido, o quizás los amigos y las experiencias de la adolescencia? ¿Cómo podemos saberlo? Por otro lado, ¿es el hombre un ser dual, capaz tanto de actos de altruismo que le llevan hasta a sacrificar su vida por otro, así como de una maldad incomprensible, capaz de actos de una violencia indescifrable? Tanto la bestia como el noble, el diplomático y el guerrero coexisten en el ser humano. Esta dualidad ha contribuido a salpicar la historia de actos de civilidad admirables y también de las más insondables bajezas.

     Para comprender la violencia humana en sus formas más complejas y vislumbrar sus orígenes, es necesario integrar múltiples perspectivas, niveles de análisis y elementos que nos permitan explorar nuestra conducta. Recientemente, se ha puesto un énfasis especial en los aspectos biológicos de la violencia tanto en el ámbito científico como en los medios de comunicación. No obstante, existe un grupo de intelectuales, principalmente de ciencias sociales, que critica estos estudios por considerarlos reduccionistas y carentes de validez. Ven en ellos una estratagema para justificar intervenciones médicas no solo en delincuentes, sino en cualquier opositor al statu quo, como un medio para implementar un control social estatal. Estos críticos argumentan que los factores biológicos desempeñan un papel marginal en la génesis de la violencia, la cual, según proponen, surge principalmente de la marginación social, la pobreza y la falta de oportunidades (Crutchfield y Wadsworth, 2003). Sin embargo, considero que desestimar los componentes biológicos en el estudio de la violencia es igualmente reduccionista y responde más a ideologías que a un interés genuino por entender este fenómeno. Aunque el entorno social es crucial en el comportamiento humano, no es el único determinante de nuestra conducta.

     Existen dos formas principales de comportamiento violento: la agresión reactiva y la agresión proactiva (o instrumental) (Manchia et al., 2020). Estas formas difieren tanto en su origen como en la biología que las sustenta. La agresión reactiva ocurre en respuesta a una provocación, mientras que la agresión proactiva es motivada por los beneficios que se perciben de la acción agresiva (Walters, 2005). Ambas formas de agresión pueden coexistir y probablemente representen los extremos de un espectro de violencia que es continuo y graduado. Sin embargo, en general, las causas de la violencia no son evidentes y los elementos sociales que participan en el proceso son difíciles de identificar.

     En animales, por ejemplo, algunas razas de perros son muy agresivos y son un excelente ejemplo de cómo la crianza selectiva puede enfatizar este aspecto del temperamento en los mamíferos superiores. Así como podemos crear razas de perros pequeños o grandes, blancos o negros, también podemos seleccionar la agresividad en los animales y producir animales particularmente feroces. La pregunta es: ¿en qué medida entre los seres humanos se producen fenómenos de acumulación de genes que conducen a un aumento del temperamento violento? Lo más probable es que la violencia sea un carácter multifactorial bajo la influencia de muchos genes. La conjunción de factores genéticos, factores prenatales y perinatales, condiciones de desarrollo social del individuo y del entorno sociocultural pueden producir un temperamento violento o pacífico (Manchia et al., 2020). Es difícil definir con precisión la influencia de cada uno de estos factores; sin embargo, no hay duda de que todos los esfuerzos dedicados a comprender los orígenes de la violencia bien valen la pena. Cabe anotar que las técnicas de genética molecular han generado animales transgénicos, algunos en los que específicamente se ha se privilegiado la expresión de genes que, se supone, están relacionados con la agresividad La manipulación de genes implicados en las cascadas moleculares de neurotransmisión serotoninérgica, dopaminérgica y vasopresinérgica afecta el comportamiento agresivo ya sea produciendo un aumento o una disminución del mismo, según se induzca una alza o una baja de expresión de dichos genes. Esto demuestra que la genética tiene un papel significativo en el despliegue conductual relacionado con la agresión.

     Hasta ahora, parece que solo dos especies, los humanos y ciertos grupos de chimpancés –no todos–, forman grupos para buscar y matar deliberadamente a congéneres que invaden su territorio.

     Estos actos violentos, o “crímenes”, realizados por los chimpancés machos durante patrullajes territoriales, reflejan en parte su naturaleza violenta. Por otro lado, los bonobos, que son también primos evolutivos de los chimpancés, exhiben un comportamiento contrastante. Conocidos por su tranquilidad y un estilo de vida altamente erótico, los bonobos intercambian sexo por comida y parecen vivir en lo que podría describirse como un paraíso terrenal (de Waal, 2006), aunque cabe mencionar que esta percepción sobre los bonobos ha sido recientemente cuestionada.

 

NEUROBIOLOGÍA Y VIOLENCIA

 

Aunque los seres humanos luchan constantemente con sus instintos y pulsiones, poseen un neocórtex avanzado que les permite controlar emociones, así como crear mitos, creencias, teorías fundamentales e incluso la ilusión del libre albedrío para desarrollar sus opciones de vida. Existen, sin embargo, sistemas cerebrales específicos asociados con la expresión emocional y la ira. La ira es un mecanismo de defensa natural. No obstante, los comportamientos emocionales tienen una capacidad limitada de modulación y pueden volverse incontrolables. Los expertos coinciden en que los sistemas que median la ira y las conductas violentas incluyen principalmente estructuras como la amígdala, regiones hipotalámicas, la circunvolución del cíngulo y la sustancia gris periacueductal, entre otras (Manchia et al., 2020). Estas áreas están interconectadas en una o varias redes neurales que juegan un papel crucial en los procesos de sociabilidad, así como en la agresividad y la violencia.

     Para comprender la violencia humana en sus formas más complejas, como el crimen organizado, es crucial reconocer el papel de ciertas regiones corticales, probablemente las frontales y orbitofrontales. Estas áreas están implicadas en la planificación de actividades y en la evaluación de las consecuencias de nuestras acciones, y en conjunto añaden una capa de complejidad al comportamiento violento (y al afiliativo). Existe una asociación reconocida entre el comportamiento violento impulsivo y los bajos niveles de serotonina en estas regiones corticales. Por ejemplo, individuos con trastornos de personalidad y alcoholismo suelen tener niveles reducidos de serotonina (Volavka, 1999). Además, se ha observado que la depresión cortical causada por el alcohol puede desencadenar nuestros “demonios internos”. Surgen las preguntas: ¿cómo la incorporación a un grupo criminal puede transformar a una persona en un criminal empedernido? ¿Es posible que estos individuos ya presenten alteraciones cerebrales, o que las actividades criminales induzcan cambios en su actividad neuronal y alteraciones en la química cerebral? Para responder a estas interrogantes, sería necesario medir la actividad cerebral de los sujetos antes y después de desarrollar patologías sociopáticas.

     Está documentado que existe una asociación significativa entre la violencia y los trastornos mentales; la incidencia de violencia en pacientes con trastorno mental es cuatro veces mayor que en aquellas personas sin trastornos conocidos (Carpinello y Mencacci, 2020). Por otro lado, una condición conocida como síndrome de Williams (o de de Williams-Beuren) presenta características opuestas, incluyendo una sociabilidad extremadamente alta y un notable talento musical. Los individuos afectados son excepcionalmente afables e hipersociables. Este síndrome está relacionado con una microdeleción homocigótica de aproximadamente 28 genes en el cromosoma 7q11.23. El síndrome de Williams ilustra cómo los factores genéticos pueden contribuir a la sociabilidad y la bonhomía, y evidencia que, además de los factores socioculturales, existen elementos biológicos genéticos que influyen en el temperamento humano.

     Si consideramos que los humanos hemos diezmado los campos y los océanos y desestabilizado el clima planetario, y que tenemos una capacidad probada para aniquilar a nuestros congéneres, entonces, el calificativo de depredadora es perfectamente aplicable a nuestra especie.

 

IDEAS SOBRE EL ORIGEN DE LA VIOLENCIA

 

Las ideas que relacionan la apariencia física de los individuos con su conducta representan algunos de los primeros esfuerzos por entender el comportamiento humano. Cesare Lombroso (1835-1909), conocido también como Ezechia Marco Lombroso, fue uno de los precursores en desarrollar teorías que vinculan características faciales y craneales con la conducta, especialmente en términos de agresividad y patologías mentales. Según Lombroso, el destino humano podría estar predefinido desde el nacimiento a través de nuestra apariencia física. Este enfoque dio lugar a la fundación de la antropología criminal, un campo que propone que ciertos rasgos físicos, como las asimetrías craneales, las formas particulares de la mandíbula, orejas y cejas, así como una frente inclinada, están asociados con una tendencia innata hacia la delincuencia. Lombroso observó que esta predisposición delictiva era prácticamente irremediable, aunque no descartó la influencia de otros factores ambientales y presentó evidencias de que la temperatura podría tener un efecto significativo en la criminalidad, con altas temperaturas correlacionándose con un aumento en la delincuencia.

     Lombroso describió a los asesinos habituales con detalles físicos específicos, como una mirada vidriosa y fría, nariz aguileña, mandíbulas fuertes, orejas largas, pómulos anchos, pelo crespo y oscuro, barba escasa, labios delgados y frecuentes movimientos faciales que revelan los caninos, sugiriendo una expresión de burla o amenaza.

     Interesantemente, y a propósito del asunto el cual nos compete en este texto, Lombroso sostenía que el genio y la locura formaban parte de un continuo, dos caras de la misma moneda. Esta creencia lo llevó a reunirse con el célebre escritor ruso León Tolstoi, buscando profundizar en la base de sus teorías. Sin embargo, el encuentro no fue tan fructífero como Lombroso esperaba; para su desilusión, Tolstoi no exhibió los rasgos de locura que Lombroso anticipaba en una persona de gran genialidad (Mazzarello, 2001).

     Es relevante mencionar los estudios relacionados con Phineas Gage, un trabajador estadounidense del ferrocarril que en 1848 sufrió un accidente dramático. Mientras instalaba unas vías, una barreta de hierro penetró su cráneo, destruyendo parte significativa de sus lóbulos frontales. Gage sobrevivió al accidente, pero experimentó un cambio radical en su personalidad: de ser un hombre afable y competente, se transformó en alguien irreverente, impaciente y voluble, incapaz de llevar a cabo sus planes. Según relatos de sus amigos, “ya no era Gage”. Gracias al doctor John Martyn Harlow, que lo atendió después del accidente, luego de su muerte se recuperaron tanto su cráneo como la barreta implicada, los cuales fueron posteriormente exhibidos en el Museo Anatómico Warren de la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard. En 1994, más de un siglo después de su muerte, un equipo de investigadores liderado por Hanna Damasio logró determinar con precisión el daño cerebral sufrido por Gage, confirmando el papel crucial de los lóbulos frontales en la regulación del comportamiento. Este caso destaca que las regiones frontales y temporales del cerebro son esenciales en el diálogo entre emoción y razón, influyendo profundamente en cómo una persona responde a estímulos, comprende el lenguaje y maneja situaciones complejas.

     Los estudios que demuestran la participación de la corteza cerebral en la expresión de emociones como la furia y la agresividad incluyen experimentos realizados en gatos a los que se les ha eliminado la corteza cerebral experimentan un fenómeno conocido como “falsa furia”. En este estado, estímulos que normalmente serían irrelevantes provocan reacciones que imitan los signos corporales típicos de la furia real: erizamiento del pelo, contracción de las pupilas, extensión de las extremidades, encorvamiento del lomo y exhibición de los dientes, como si el animal estuviera a punto de atacar, aunque no sigue adelante con el ataque. Esto evidencia que la corteza cerebral tiene un papel inhibidor crucial en la modulación de la conducta violenta.

 

INTERVENCIONES PARA EL CONTROL DE LA VIOLENCIA

 

Hasta ahora, la ciencia ha adoptado en muchos casos un enfoque reduccionista que ha llevado a resultados desafortunados al intentar ofrecer soluciones para controlar la violencia. Un ejemplo notable se encuentra en los trabajos de Rodríguez Delgado, a principios de la década de 1950, quien utilizó la estimulación eléctrica en diversas áreas del cerebro. Sus estudios incluyeron la agresividad en toros de lidia, animales seleccionados genéticamente por generaciones debido a su comportamiento agresivo. Rodríguez Delgado descubrió que la estimulación eléctrica podía provocar movimientos como giros de cabeza, flexiones de piernas y vocalizaciones. Sin embargo, el hallazgo más impactante fue su capacidad de detener abruptamente la embestida de un toro bravo y suprimir cualquier hostilidad en el animal. Posteriormente, aplicaciones similares se exploraron en humanos; por ejemplo, mediante la electrocoagulación de una región específica de la amígdala en una paciente con ataques de ira impredecibles, se logró controlar dichos episodios. Estos resultados impulsaron la idea de controlar el comportamiento mediante electrodos implantados en áreas específicas del cerebro, como se discute en el libro de Rodríguez Delgado, Control físico de la mente: hacia una sociedad psicocivilizada (1983), muestra de las altas expectativas que sus investigaciones suscitaron.

     Se ha descubierto posteriormente que la estimulación eléctrica de ciertas áreas de la amígdala, un núcleo cerebral asociado con las respuestas emocionales, tiene efectos variados en el comportamiento de ataque en gatos. Según investigaciones de Eggers y Flynn (1967), estimular algunas partes de la amígdala generalmente suprime el comportamiento de ataque que se provoca por la estimulación del hipotálamo.

     En contraste, la activación de otras áreas de la amígdala puede facilitar el comportamiento de ataque; se trataría, pues, de un mecanismo de “encendido y apagado” para el comportamiento agresivo. Este hallazgo subraya el complejo papel que juega la amígdala en la regulación de las emociones y las conductas agresivas. Desde una perspectiva pragmática y reduccionista, a mediados del siglo pasado se llevaron a cabo diversas formas de psicocirugía para controlar la violencia, que incluían la remoción de ambos lóbulos temporales y la implantación de electrodos en la amígdala. Generalmente, los resultados de estas intervenciones fueron pobres y están mal documentados. Al día de hoy, aún se realizan algunas formas de psicocirugía por recomendación de especialistas en psiquiatría, principalmente en pacientes con esquizofrenia paranoide o en individuos con retraso mental que presentan hipersexualidad o agresividad incontrolable (García-Muñoz et al., 2019). Aunque estos procedimientos pueden eliminar síntomas como la furia o la hipersexualidad, los cambios cognitivos más sutiles que pueden surgir como consecuencia de dichas cirugías no han sido adecuadamente evaluados.

     Un antecedente notable –y patético– en la historia de la psicocirugía es el de Antonio Egas Moniz (1874-1955), quien recibió el Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1949 por su “descubrimiento del valor terapéutico de la lobotomía en ciertas psicosis”. Durante la década de 1930, cientos de pacientes psiquiátricos fueron sometidos a lobotomías frontales utilizando una técnica rápida que implicaba insertar un estilete a través del techo de las órbitas oculares y moverlo lateralmente, cortando así las conexiones del lóbulo frontal con el resto del cerebro.

     Los pacientes agresivos o problemáticos adoptaban estados de calma absoluta. Hoy en día, sin embargo, la lobotomía es considerada una forma de tortura y está prohibida. Los factores sociales y culturales que propiciaron la adopción de la lobotomía, electrochoques y terapias con insulina, relacionados con el hacinamiento en instituciones psiquiátricas y la presión social de aquel tiempo, han cambiado significativamente. En un giro irónico del destino, en 1938, Egas Moniz fue paralizado por el resto de su vida después de que un paciente psiquiátrico le disparara ocho veces, alegando que Moniz no le había proporcionado el tratamiento adecuado para su enfermedad (Tan y Yip, 2014).

     Actualmente, la violencia en individuos que no pueden controlar su ira se maneja principalmente mediante psicoterapia complementada con el uso de fármacos antipsicóticos. En casos específicos, como en aquellos asociados con el consumo de alcohol, se recomienda el uso de fármacos antiepilépticos. A pesar de estos avances en el tratamiento farmacológico y psicoterapéutico, ha habido intentos recientes de reintroducir la psicocirugía como método para tratar adicciones, trastornos alimentarios y autismo. Sin embargo, estas propuestas no han sido aprobadas debido a preocupaciones éticas y de seguridad (Lévêque, 2014).

 

MECANISMOS SOCIALES PARA EL CONTROL DE LA VIOLENCIA

 

Prevenir conductas violentas y evitar actos de agresión ha sido un objetivo constante en diversas sociedades que han desarrollado múltiples mecanismos sociales y culturales para este fin. Expresiones como “gracias”, “por favor” y “disculpe” son herramientas lingüísticas destinadas a suavizar nuestras interacciones diarias. Además, la amenaza de encarcelamiento actúa como un fuerte disuasivo que impide que la mayoría de las personas cometan actos violentos. El castigo por agresiones es una constante en todas las sociedades y ha contribuido al control de la violencia durante siglos. Sin embargo, la mera amenaza de castigo no es suficiente para erradicar la violencia por completo; factores como el bienestar social, el respeto a los derechos humanos y unas condiciones económicas y laborales estables son cruciales en el proceso civilizatorio que apunta hacia la reducción significativa de la violencia. La educación juega un papel esencial, especialmente cuando fomenta la percepción de igualdad entre todos los seres humanos, independientemente de su color, creencias, nacionalidad o etnia. El desarrollo de la empatía, que permite a un individuo verse reflejado en otro y promover un diálogo de igual a igual, es fundamental. Estos son mecanismos sociales que conducen al control de la violencia y pueden prevenir el desarrollo de actos violentos individuales, y podrían, quizá, mitigar los de orden colectivo a nivel nacional.

     La guerra constituye un caso particular de violencia, y uno podría pensar legítimamente que, en el mundo moderno, las guerras deberían estar casi extintas. Pero no: los nacionalismos sociopolíticos, las creencias religiosas y los intereses económicos son elementos principales que impulsan conflictos en diversas regiones. Estos factores no solo precipitan guerras, sino que también influyen en cómo se conceptualiza y se vive el conflicto por las partes involucradas. El aspecto de “matar o morir” refleja la brutal realidad del soldado o combatiente en la guerra, un tema que ha sido explorado en muchas obras literarias y estudios sociológicos. La transformación de ciudadanos pacíficos en guerreros es una de las tragedias más profundas de los conflictos bélicos, ya que implica no solo el cambio físico necesario para combatir, sino también un cambio psicológico profundo y a menudo traumático. El fenómeno de deshumanización del enemigo es una herramienta psicológica crucial que permite a los individuos superar la aversión natural a matar a otros seres humanos. Este proceso de deshumanización facilita actos de violencia extrema y es un componente esencial de la maquinaria de guerra que puede llevar a que el ser humano despliega su crueldad, a que suprima toda empatía y, –ratatatata, mata-mata-mata– a que asesine sin remordimiento aparente.

 

CONCLUSIÓN

 

Seremos testigos del desarrollo de nuevas terapias, seguramente de carácter químico, dirigidas al control de la conducta y con un énfasis especial en la violenta. Esto no es nuevo y se basa en la premisa de que las alteraciones en la neuroquímica cerebral pueden influir significativamente en el comportamiento. La ética de estas intervenciones es un tema de debate. La presión social en esta dirección es significativa y habrá muchas personas interesadas en “ayudar a resolver este problema” mientras llenan sus bolsillos. Por un lado, hay un potencial evidente para ayudar a individuos que luchan con impulsos violentos inmanejables; por otro, existe el riesgo de abuso y de socavar la autonomía individual bajo el pretexto de un bien mayor. Esta tensión refleja la preocupación más amplia sobre cómo la ciencia y la tecnología pueden ser usadas para el beneficio de la sociedad.

     Hoy, la humanidad sin máscara, mostrándose como el gran depredador que es entre todas las especies de seres vivos, se enfrenta al cambio climático y a su propia, potencial extinción; de ahí que sean previsibles el hambre, la escasez de agua y la precariedad social y laboral. En otras palabras, la ruptura de los elementos sociales que permiten mitigar la violencia. En consecuencia, el panorama más factible es que, dentro de no muchos años, estaremos inmersos en un mundo de mayor violencia, tal como han imaginado algunos escritores que han explorado temas de desesperación y supervivencia en condiciones extremas (McCarthy, 2006).

     Frente a estos desafíos, hay una necesidad urgente de estrategias proactivas y preventivas que no solo aborden los síntomas de la violencia, sino también sus causas fundamentales. Aunque creo que ya es demasiado tarde.

 

REFERENCIAS

 

Carpinello B, Vita A and Mencacci C (2020) Violence as a social, clinical, and forensic problem. In: Violence and Mental Disorders. Carpiniello, B.; Vita, A.; Mencacci, C. Eds.; Springer Nature Switzerland AG, pp. 25-48.

Crutchfield RD and Wadsworth T (2003) Poverty and Violence. In: International Handbook of Violence Research. Heitmeyer, W.; Hagan, J. Eds. Springer; Dordrecht., pp. 67-82.

De Waal F (2007). El mono que llevamos dentro. Metatemas, Tusquets Eds.

Egger DM and Flynn JP (1967) Further studies on the effects of amygdaloid stimulation and ablation on hypothalamically elicited attack behavior in cat. Progress in Brain Research 27:165-182.

García-Muñoz L, Carrillo-Ruiz JD, Favila-Bojórquez J, López-Valdés JC and Jiménez-Ponce F (2019). Tratamiento de la agresividad refractaria mediante amigdalotomía e hipotalamotomía posteromedial por radiofrecuencia. Rev Neurol 68:91-98. DOI:https://doi.org/10.33588/rn.6803.2018158.

Lévêque M (2014). Psychosurgery. New Techniques for Brain Disorders. Springer.

Manchia M, Booij L, Pinna F, Wong J, Zepf F and Comai S (2020). Neurobiology of Violence. In: Violence and Mental Disorders. Carpiniello B, Vita A, Mencacci C. Eds.; Springer Nature Switzerland AG, pp. 25-48.

Mazzarello P (2001). Lombroso and Tolstoy. Nature 2001; 409:983

McCarthy C (2006). The road. Alfred A. Knopf: NY.

Rodríguez Delgado JM (1983). Control físico de la mente. Hacia una sociedad psicocivilizada. Espasa-Calpe: Madrid.

Tan SY and Yip A (2014). António Egas Moniz (1874-1955): Lobotomy pioneer and Nobel laureate. Singapore Med J. 55(4):175-176. DOI:10.11622/smedj.2014048.

Volavka J (1999). The Neurobiology of Violence. An Update. J Neuropsychiatry Clin, 11, 307-314. doi:10.1176/jnp.11.3.307.

Walters GD. (2005) Proactive and Reactive Aggression: A Lifestyle View. In, Psychology of aggression J. P. Morgan, Ed.; Nova Science Publishers. pp. 29-43.

 

Enrique Soto Eguibar
Laboratorio de Neurofisiología Sensorial
Instituto de Fisiología
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

Número actual

Elementos {{num_act.numero}}
{{num_act.trimestre}} / {{num_act.fecha}}
ISSN: {{num_act.issn}}