El pueblo de Santa María Tonantzintla, asentado en el municipio de San Andrés Cholula, a las faldas de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, siempre ha generado un particular atractivo sobre quienes recorren esta zona de Puebla. El atractivo va más allá de las cualidades turísticas que se ven en ciertas poblaciones del estado de Puebla, clasificadas por la publicidad oficial como “pueblos mágicos”. No, el encanto de Tonantzintla, pensamos algunos, y el de otros pueblos aledaños como San José Acatepec y San Bernardino Tlaxcalancingo, proviene de su propia historia y cultura como asentamientos cholultecas y de las características de su religiosidad; hecho que se tradujo en la construcción de maravillosas iglesias barrocas. En efecto, como parte de la política de evangelización de los indios, las órdenes franciscanas iniciaron en esta zona desde comienzos del virreinato –con el concurso de caciques y de las comunidades–
la erección de ermitas, capillas e iglesias que se convirtieron en el corazón de la vida de los pueblos y en la pauta y ritmo de sus actividades.
De todas estas iglesias de inspiración franciscana, a las que podríamos agregar la parroquia de San Andrés Cholula y la del convento de San Gabriel en San Pedro Cholula, debemos reconocer la importancia particular que ha cobrado Santa María Tonantzintla. Esta posición privilegiada en el gusto popular y en la consideración de propios y extraños ha sido ganada por varias razones: en primer lugar por la advocación mariana de la iglesia, que asumió el sentido de madre protectora que los naturales atribuían a la antigua diosa “Tonantzin”; en segundo lugar por el empeño que frailes, curas y pobladores pusieron en la construcción de la iglesia, convertida al paso de los siglos en una muestra de mestizaje artístico o, si se quiere, en una versión popular del estilo barroco presente en algunas partes de hispanoamérica. Esa atención de los habitantes por el mejoramiento continuo de la iglesia, desde su fundación en el siglo XVI, ha dejado huellas diversas en las partes que componen el conjunto arquitectónico y en los estilos artísticos que están presentes en su edificación y ornamentación.
Visitar la iglesia de Santa María Tonantzintla permite por tanto apreciar distintas corrientes arquitectónicas y artísticas: desde los más elementales muros de su fase inicial, que pueden reconocerse en la capilla externa del atrio, hasta los retablos neoclásicos decimonónicos o el ciprés neobarroco levantado en el siglo XX, que resguarda la imagen de la virgen María, patrona del pueblo. Desde luego, destacan en la iglesia la decoración barroca de sus principales retablos, dos de ellos caracterizados como de estilo churrigueresco y, en menor medida, sus obras pictóricas encomendadas a artistas o talleres de Puebla.
Sin embargo, si en algo se asienta la fama de esta iglesia es, sin lugar a dudas, en la abigarrada presencia de estucos policromos, a través de los cuales se fraguaron las varias representaciones doctrinarias que sus muros predican. Si este trabajo de ornamentación a través de figuras multiformes –ángeles, arcángeles, serafines, niños, flores y frutos–, acompañando a símbolos destacados del catolicismo cristiano –la Trinidad y el misterio de la Encarnación– con sus apóstoles y doctores es en sí destacado, sus formas y colorido particular lo ha colocado justamente como una muestra de sensibilidades más ingenuas y curiosas que las del barroquismo dominante en el virreinato.
En torno a este tema de la iglesia de Santa María Tonantzintla, su historia, su arte y sus significados, dos nuevos libros han visto recientemente la luz, publicados por la BUAP y Ediciones EyC. Uno de ellos, El paraíso barroco de Tonantzintla, escrito por el antropólogo Julio Glockner, se enfoca en tratar de identificar en el universo de Tonantzintla las huellas simbólicas que a su parecer atraviesan las distintas alegorías de sus estucos, en particular las que aludirían al paraíso del Tlalocan sugerido por Francisco de la Maza. Glockner reconoce la filiación cristiana de la iglesia y sus propósitos evangelizadores, tal cual lo asumieron tanto franciscanos como jesuitas en los siglos XVI y XVII, así como el clero secular de la reforma tridentina, pero pone el acento en una transposición simbólica que se guardaría bajo el discurso teológico cristiano.
Para desarrollar su tesis, el autor recurre a pasajes de la teología náhuatl y a distintas teorías y significados derivados de las obras de Sahagún, Durán, Clavijero o a los estudios arqueológicos y antropológicos que desvelan complejos simbolismos del panteón precolombino. Un tema singular que atrae a Glockner y que ocupa un lugar especial en su estudio es el del dios-niño Pitzintecutli y su papel central en la narrativa de la ornamentación de la cúpula de Tonantzintla. Aquí el autor sigue al etnólogo Gordon Wasson, el cual sugirió que quien desciende en la forma de niño es el sol poniente, crepuscular, Pitzintecutli, también advocación de Centéotl, dios del maíz y de Xochipilli, el joven dios de las flores.
De la misma manera, otras tesis son reformuladas por Glockner a lo largo de su texto, como la que asocia el florido paisaje de los estucos de Tonantzintla con el paraíso del Tlalocan, ilustrado en los murales de Teotihuacan. Un paraíso para los elegidos del dios Tláloc: los niños muertos antes o en el parto, los ahogados, los que murieron por enfermedades relacionadas con el agua, los deformes... enfermedades y padecimientos que tuvieron como uno de sus tratamientos el uso de plantas enteógenas.
El texto de Glockner ha sido acompañado de una selección pertinente de fotografías. Unas tienen que ver con los registros iconográficos de las deidades precolombinas que aparecen en códices como el Borgia, Vaticano, Tudela y Borbónico; otras son fotografías, proporcionadas por el INAH, de esculturas prehispánicas resguardadas por museos nacionales y que aluden a las mismas divinidades. Finalmente, tenemos las imágenes de la iglesia de Santa María Tonantzintla, de sus interiores barrocos y de su colorida ornamentación. En este último caso, fue Enrique Soto quien fotografió en color los principales motivos de la teología católica presentes en los muros, bóvedas, arcos y cúpula, y las imágenes alusivas a las hipótesis de la teogonía que nos propone Glockner en una lectura más, aunque “no menos fascinante”, del lugar: “el misterio del Tlalocan, lugar sagrado del numen de la lluvia, el rayo y el granizo, en convergencia con los misterios de Omeyocan y Tamoanchan, lugares de todo lo creado y en particular de la humanidad”.
Además, las tomas de Enrique Soto desbordaron el espacio cerrado de la iglesia: visitó el pueblo, dialogó con sus habitantes y compartió algunas de sus fiestas y solemnidades. En especial estuvo presente en la Semana Santa del 2015, captando la dramática conmemoración de la muerte y resurrección de Cristo. Con estas fotografías externas Soto nos ofrece, al final del libro, un espléndido portafolios en blanco y negro, que con la representación popular del Viacrucis sella una interesante irrupción académica y artística en las prácticas de una comunidad indígena y mestiza, mezcla singular de historia, religiosidad, capricho y orgullo centenarios.
La segunda obra, Un pueblo y su templo. Tonantzintla en la etapa virreinal, de Antonio Rubial García, es un estudio histórico que abarca desde la fundación del pueblo de Tonantzintla como asentamiento cholulteca en el siglo XVI, hasta el devenir de su iglesia –construida, reconstruida, ornamentada y restaurada a lo largo de los siglos hasta el presente–, como centro de sus actividades sociales, culturales y religiosas.
En efecto, después de un amplio capítulo sobre la historia del pueblo y los principales acontecimientos que se vivieron en el mundo colonial, Rubial centrará su atención justamente en analizar las etapas constructivas de la iglesia, apoyándose en las narraciones del fraile Francisco de Ajofrín (1766) y debatiendo sobre el particular con algunas opiniones de Pedro Rojas. Es esta parte del estudio la que ha proporcionado unas de las más valiosas y detalladas descripciones de la iglesia y su conjunto arquitectónico que conocemos, así como de sus significados en tanto edificación religiosa.
A continuación, el autor aborda el análisis de los interiores en donde ofrece una muy precisa interpretación de los dogmas católicos de la Trinidad y la Encarnación, a partir de su lectura de los estucos de la cúpula y las bóvedas del crucero de la iglesia. Este análisis se complementa con otras lecturas de figuras presentes en otros muros del templo y en el sotacoro, pero que contribuyen a reforzar su advocación mariana.
Pero, como bien dice Antonio Rubial, si bien el colorido de la ornamentación ha dado fama al templo, Tonantzintla es mucho más que sus estucos. Un recorrido más completo como el que nos relata el autor nos hace apreciar sus retablos barrocos, cinco al menos a la vista del visitante, detallando sus partes, personajes y significados. Lo mismo acontece con las pinturas que cuelgan en sus muros, algunas de ellas, como las del baptisterio, en lamentables condiciones.
La lectura de Antonio Rubial sobre el templo de Tonantzintla es considerada ya como un referente obligado en este tema, que cruza la historia de la religión con la del arte en el mundo colonial mexicano. En efecto, desde su primera aparición con el título Santa María Tonantzintla, un pueblo, un templo (Universidad Iberoamericana/Comisión Puebla V Centenario, Puebla, 1991), la obra de Rubial, junto con las de Fernando Benítez (1950), Francisco de la Maza (1951), Pedro Rojas (1978), Gordon Wasson (1983) y Luis Ruiz Moreno (1993) forma parte de un corpus interpretativo que desde sus diversos enfoques y disciplinas evidencia la importancia y riqueza cultural de Tonantzintla.
La nueva versión del texto de Rubial ha sido acompañada del trabajo fotográfico de Ángela Arciniaga y Everardo Rivera, ambos ofrecen dos tipos de registros: los que realizaron en la década de los 90 con película en formato medio, y las fotografías digitales de producción reciente. Con estas imágenes –a las que se agregaron cinco más del legendario Guillermo Kalho sobre la Capilla del Rosario, San José Acatepec y la propia iglesia de Tonantzintla–, se hace un seguimiento iconográfico puntual de la narrativa de Antonio Rubial sobre el templo. Algunos esquemas arquitectónicos complementarios permiten además una mejor comprensión topográfica de las imágenes y su relevancia en los retablos.
Las dos obras sobre Tonantzintla que se comentan retoman un debate interesante y apasionante que ha estado presente a lo largo de los años, tocante a las interpretaciones sobre una compleja y delicada narrativa iconográfica presente en los estucos. Seguramente las líneas de lectura seguirán confrontándose, tal vez se encuentren y fundan en interpretaciones eclécticas o sincréticas novedosas; pero lo que es indudable es que esta maravilla de iglesia dedicada a la Madrecita Tonantzin, la Imaculada Concepción de María, seguirá asombrando a miles de visitantes que habrán de postrarse ante la magnificencia de su historia, ornamentación y colorido.