Incursiones filosóficas de un físico cuántico: el caso de Erwin Schrödinger



Ricardo Guzmán Díaz
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Algunos científicos suelen desdeñar la empresa filosófica calificándola como carente de valor. Un ejemplo representativo lo encontramos en Richard Feynman, para quien los sistemas filosóficos no aportan verdadero conocimiento por ser indemostrables, y por lo tanto igualmente válidos, aun cuando partan de premisas opuestas (Feynman, 1999). También tenemos a Stephen Hawking, para quien “la filosofía ha muerto” (Hawking, 2010) porque los filósofos no han podido seguirle el paso a la ciencia, o a Lawrence Krauss, quien sostiene que “la filosofía y la teología son incapaces de abordar por sí mismas las cuestiones verdaderamente fundamentales que nos dejan perplejos sobre nuestra existencia” (citado en Gutting, 2010). Ese tipo de opiniones son sustentadas normalmente bajo la idea de que el experimento científico es el árbitro último y definitivo para el establecimiento de la verdad.

     Y quizás sea así, pero es innegable que las convicciones filosóficas de los científicos, sean conscientes o no, juegan en general un papel heurístico y determinan en cierto grado lo que para cada uno de ellos es el objetivo y los métodos de su disciplina (De Regt, 1996). Esto resulta especialmente importante en los personajes involucrados en la génesis de la física cuántica, pues en ese proceso fueron surgiendo preguntas fundamentales en torno a los paradigmas clásicos de continuidad, de causalidad, etcétera.1 El camino que recorrieron los científicos de esta época dependió de qué tan fuertemente comprometidos estuvieran con las formas tradicionales de trabajo en su disciplina, de su visión del conocimiento, de su idea de lo que es una teoría científica y de su concepto de la realidad. Tal es el caso de científicos como Albert Einstein, Niels Bohr y, desde luego, de manera especial, como veremos más adelante, de Erwin Schrödinger.

     Sabemos que lo que actualmente entendemos como ciencia es lo que para los griegos era una filosofía de la naturaleza, es decir, una disposición nueva para cuestionar la realidad de manera racional, pero que conservaba un espectro amplio de formas explicativas. Basta mencionar que las causas aristotélicas buscaban dar respuesta al sustento material y formal de lo existente, así como hurgar por las causas eficientes y finales. En cambio ahora, nos diría Richard Feynman, “a los físicos les gusta pensar que todo lo que hay que decir es, esas son las condiciones, ahora ¿qué pasa después?” (citado en Gleick, 1987); es decir, una reducción a la eficacia predictiva de la teoría. Hablamos de una ciencia surgida en la Revolución Científica que, en su afán de objetivación y eficiencia, deja de preocuparse por cuestiones más amplias y fundamentales. Es una elección que caracteriza a las formas de conocimiento de nuestra actual cultura occidental que la condujeron hacia éxitos incuestionables, pero que probablemente renunció a una comprensión más primordial del cosmos.

     Ahora bien, es indudable que, sin menoscabo de esta inclinación de la ciencia moderna por la búsqueda de las causas eficientes, en la nueva revolución de la física de principios del siglo XX, al agrietarse los fundamentos de inteligibilidad que se habían construido en los siglos anteriores en función de una visión materialista y mecanicista del universo, sí surgió un renovado interés por la pregunta acerca de la realidad propiamente, no solo en su carácter ontológico, sino en un sentido más extenso que condujera a concebir el “universo físico (...) como el lugar mismo de la creación y de la organización” (Morin, 2006). Erwin Schrödinger, uno de los científicos centrales en ese proceso de transformación de la física, se preocupó por estas cuestiones desde diversas perspectivas. En este artículo ofreceremos una breve semblanza que ponga en primer plano la disposición de este científico hacia el pensamiento filosófico, destacando su defensa de la metafísica, así como sus ideas en torno a la consciencia.

 

UNA DEFENSA DE LA METAFÍSICA

 

La ciencia moderna nos ha regalado profundas explicaciones relativas al cosmos: ha penetrado la estructura de la materia, ha puesto al descubierto los orígenes del universo, se ha sumergido en los principios fundamentales de los fenómenos vitales, etcétera. Con todo, el asombro que puede significar encontrar la diversidad en el cosmos, queda sobrepasado por el más hondo “asombro filosófico” sobre la existencia misma, según lo expresa el propio Erwin Schrödinger, “como primer y más profundo motivo de perplejidad”. Al respecto nos explica Schrödinger que:

 

el asombro o la maravilla aparecen siempre que el resultado difiere de lo común o de lo esperado por algún motivo. Sin embargo, la totalidad del mundo se nos ha dado solo una vez. No disponemos de ningún objeto de comparación y no es previsible cómo acercarse a él con una esperanza cierta. No obstante, a pesar de ello, nos maravillamos, nos hallamos frente a enigmas sin poder decir cuál tendría que ser el resultado para no asombrarnos, cómo tendría que estar creado el mundo para no plantearnos enigmas (Schrödinger, 1988).

 

     De esta manera, en uno de los primeros breves capítulos de su libro titulado Mi concepción del mundo, Schrödinger nos muestra su actitud filosófica, no como un agregado o adorno de una actividad científica, sino como una reflexión esencial por preguntas fundamentales, y nos tratará de convencer de la necesidad de una metafísica, oponiéndose quizás a la opinión de muchos otros científicos de su época y posteriores. Veremos e interpretaremos brevemente, más adelante, su propuesta en el contexto de la actitud más generalizada de los científicos para poder entender la originalidad de su pensamiento.

     Quizás la razón por la que existe desacuerdo entre los científicos por la función de la filosofía estriba en considerar que los problemas filosóficos son en realidad pseudoproblemas sin solución alguna, planteados en términos de preguntas que por su propia naturaleza son cíclicas, pues se retorna eternamente a ellas; es decir, que el quehacer filosófico no sale del plano de la conjetura. Existe la opinión de que las ciencias no son más que esferas del conocimiento que se desprenden de las preguntas filosóficas al tornarse solucionables cuando se han hallado caminos o métodos específicos para abordarlas. John L. Austin, por ejemplo, lo expresa así:

 

En la historia de las indagaciones humanas la filosofía ocupa el lugar de un sol central originario, seminal y tumultuoso. De tanto en tanto, ese sol arroja algún trozo de sí mismo que adquiere el status de una ciencia, de un planeta frío y bien regulado, que progresa sin pausas hacia un distante estado final. Esto ocurrió hace ya mucho tiempo cuando nació la matemática, y volvió a ocurrir cuando nació la física (Austin, 1971).

 

     Viéndolo de esta manera, resultan exageradas las posiciones de físicos como Feynman o Hawking hacia la filosofía que expresamos en la introducción de este ensayo. En principio, podemos decir que la crítica que hacen ellos es válida, y el mismo Schrödinger la planteaba al advertir la diversidad de escuelas de pensamiento que suelen ser mutuamente incompatibles:

 

Cuanto más a fondo se intenta penetrar en el carácter de aquellas relaciones generales que componen la sustancia de la filosofía de siempre, tanto menos estimulado se siente uno [...] se reconoce con tanta más claridad lo poco claro, lo desajustado, lo torcido y lo unilateral de cada afirmación [...] Esta exposición casi nos obliga a declarar a uno u otro de los pensadores, o a ambos a la vez, como dementes o, en todo caso, carentes de todo juicio. A menudo uno llega a maravillarse de cómo la posteridad o uno mismo llegó a prestar [...] atención al irreflexivo parloteo de tales mentecatos (Schrödinger, 1988).

 

     El párrafo anterior tomado de los escritos de Schrödinger parece muy cercano a los de los otros físicos mencionados; sin embargo, no se queda ahí y pasa a exponer la importancia de dichas reflexiones filosóficas, entendiendo las aparentes contradicciones en función de la diversidad de “los aspectos del objeto que alcanzaron la diferenciación en la consciencia que los reflejó”, sugiriendo como meta la de “componer una imagen común a partir de estos diversos aspectos” (Schrödinger, 1988). Schrödinger no duda en advertir sobre los peligros de abandonar la metafísica, o de apartarla del contenido empírico del conocimiento humano. Quizás en esta imagen de las ciencias emergiendo del sol filosófico, la metafísica no forma parte propiamente del “edificio del conocimiento, pero, sin embargo, es el andamio de madera al que no se puede renunciar para continuar edificando” (Schrödinger, 1988).

     Por otro lado, siguiendo al filósofo Ortega y Gasset, al que cita en su definición de científico especializado, Schrödinger criticaba la especialidad científica:

 

Es un hombre que, de todo lo que hay que saber para ser un personaje discreto, conoce solo una ciencia determinada, y aun de esa ciencia solo conoce bien la pequeña porción en que él es activo investigador. Llega a proclamar como una virtud el no enterarse de cuanto queda fuera del angosto paisaje que especialmente cultiva, y llama dilettantismo a la curiosidad por el conjunto del saber (Schrödinger, 1985).

 

     Schrödinger señala que dicha especialización no es una virtud, sino en todo caso un mal inevitable y aboga por la idea de que “toda investigación especializada únicamente posee un valor auténtico en el contexto de la totalidad del saber” (Schrödinger, 1985). Y particularmente en relación con aquellas ideas sobre las falsas doctrinas filosóficas, advierte la posibilidad de que, en este camino de la especialización, sean “sustituidas por dogmas mucho más estrechos e ingenuos” (Schrödinger, 1988).

     Y es que en realidad no es difícil señalar conceptos que podrían parecer ser privativos de las ciencias físicas, pero que entran también dentro de los intereses de la metafísica. El filósofo Juan Arana, por ejemplo, nos plantea la pregunta sobre si el tema de la causalidad sería competencia de la metafísica. Arana zanja la cuestión citando a Francisco Suárez, para quien “la razón de causa es más universal y abstracta, pues en sí misma prescinde de la materia, tanto sensible como inteligible, y por ello su consideración propia pertenece al metafísico” (Arana, 2012). Suele decirse que la modernidad y el posicionamiento del mecanicismo terminaron por darle primacía a la causa eficiente, dejando a un lado el carácter metafísico de la causalidad. El tema, de hecho, es de sobra sabido que retoma un carácter filosófico con el surgimiento de la física moderna y al cual abonó mucho el propio Schrödinger en la controversia sobre el determinismo. Pero, así como ese tema, hay muchos otros que despertaron la curiosidad de este científico.

 

EL PROBLEMA DE LA CONSCIENCIA

 

El tema metafísico por el que se interesa principalmente Schrödinger es el de la consciencia. Curioso que el tema, relegado completamente por la física clásica, fuera luego a ser rescatado en la física moderna, de manera posterior a las cavilaciones de Schrödinger, en función de la problemática sujeto-objeto. Analicemos la forma en que Schrödinger plantea el problema y lo lleva hasta sus últimas consecuencias, esto es, hasta intentar plantear una ética con fundamentos científicos.

     El joven Schrödinger se vio atrapado ante la crisis espiritual de las últimas décadas del siglo XIX y que tuvo especial impacto en la clase intelectual de la Viena decimonónica, en una búsqueda de sentido, alentada probablemente por sus discusiones con su amigo cercano Franz Frimmel, y que lo sumergió en el eterno problema de la dualidad mente-materia. Problema que, algunos filósofos de nuestro tiempo que defienden un naturalismo biológico, como sería por ejemplo el caso de John Searle, calificarían de mal planteado; la consciencia es reducible causalmente a los procesos cerebrales, pero no es reducible ontológicamente. Pero para Schrödinger, que en su tránsito hacia su madurez fue fiel a sus primeras ideas, consideró dicho dualismo y, ciertamente, la necesidad de abandonarlo, pero a diferencia de un naturalismo que parecería más coherente con una mente científica, opta por renunciar a la realidad material: “Si se decide tener un solo ámbito, entonces este tiene que ser el psíquico, dado que lo psíquico está de todos modos” (Schrödinger, 1988).

     La mayoría de los estudiosos del fenómeno de la memoria no reconocen significativamente el trabajo realizado por Richard Semon, y que ahora está relativamente olvidado. Sin embargo, fue de gran influencia en las ideas de Schrödinger en lo que se refiere a la existencia de un principio mnemónico, como una especie de memoria biológica activa a nivel celular.2 Dicho principio lo utiliza Schrödinger para entender algunos mecanismos de la consciencia. La mneme representa el entrenamiento mediante la repetición. La reacción de un organismo ante los estímulos se hace más fiable mientras más aprendidos están y van saliendo de la consciencia. Solo los diferenciables a las situaciones previas penetran en la consciencia. La rutina, lo aprendido, va cayendo poco a poco en el inconsciente. Así llega Schrödinger a una especie de definición poniendo a la consciencia en relación con el acontecer orgánico:

 

Podemos declarar de forma gráfica que la consciencia es el instructor que vigila el adiestramiento de la sustancia viva, un instructor al que se reclama cada vez que se presentan problemas nuevos y que deja que los alumnos realicen por sí solos aquellas tareas para las que los sabe suficientemente entrenados (Schrödinger, 1988).

 

     La consciencia aparece entonces como “tutora del proceso evolutivo, como inventora de estrategias que todavía no han podido ser canonizadas” (Arana, 2022). Si en el caso del ser humano la consciencia está asociada a los fenómenos del cerebro (aunque no es privilegio de los mismos), es porque ese es el órgano con que nos adaptamos a las condiciones cambiantes del entorno. Entendida la consciencia como el terreno donde el mundo se revela a sí mismo, esto ocurre “ahí donde, y únicamente mientras, se desarrolla, donde genera nuevas formas. Las áreas pasivas escapan al brillo de la consciencia, se petrifican; solo aparecen por su interacción con las áreas de la evolución” (Schrödinger, 1988).

     Ahora bien, si la consciencia tiene esta tarea de conducción del cosmos, esta tiene que ser unitaria. Schrödinger encuentra un camino de comprensión en la filosofía de Schopenhauer, pero más concretamente adopta elementos de filosofía oriental. Adoptó ciertas creencias de las doctrinas Vedanta, particularmente la unidad de la consciencia: la manifestación de múltiples consciencias es solo apariencia, pues como realidad última hay una sola mente la cual se manifiesta de diversas formas y construye el mundo. Schrödinger nos advierte que, aunque resulte incomprensible al intelecto común:

 

[...] tú –e igualmente cada ser consciente tomado por separado– eres un todo. Por ello tu vida, la que tú vives, no es un fragmento del acontecer mundial, sino en cierto sentido, la totalidad. Sin embargo, esta totalidad está compuesta de tal forma que no se puede abarcar con una mirada (Schrödinger, 1988).

 

     Miradas que corresponderán a muchos sujetos. Sorprendente que, como nos lo señala Arana, “las escisiones de la mente acabaron apareciendo en el terreno que le competía profesionalmente –a Schrödinger–, en el ámbito de sus mejores hazañas: la mecánica cuántica” (Arana, 2002), donde aparecen los conocidos asuntos de la función del observador en el colapso de la función de onda y el tema de la indeterminación cuántica.

     Nos aproximamos así a cuestiones más trascendentes como el problema del libre albedrío, y por ende, a asuntos de carácter ético al debatir acerca de la responsabilidad moral sobre nuestros propios actos. Sabemos que ha sido muy tentador para algunos encontrar en la indeterminación cuántica su resguardo. Schrödinger desmiente esta noción apoyándose en filósofos, como por ejemplo Ernst Cassirer, para quien la faceta aleatoria de los hechos físicos que aparece en la mecánica cuántica, sería “la última en invocarse como correlato físico a la conducta ética del hombre” (Schrödinger, 1985). Esa no es entonces la solución del dilema. La indeterminación cuántica podrá probablemente jugar un papel relevante en el esclarecimiento de los fenómenos de la vida, pero no podemos “convertirla [...] en la contrapartida física de los actos voluntarios de los seres vivos” (Schrödinger, 1985).

     De ahí que Schrödinger prefiera desprender una comprensión de la ética desde una ventana diferente, la de su concepción de consciencia expuesta previamente. Schrödinger critica que la exigencia del deber ser, contrapuesto a la voluntad primitiva (la del yo quiero) se fundamente solamente en el incomprensible imperativo categórico de Kant y sugiere que el dilema puede resolverse en función de la “relación entre la consciencia y el acontecer orgánico [que se encuentra en un momento de] transformación biológica que conduce de la posición egoísta a la altruista” (Schrödinger, 1988).

     Resumiendo, resulta clara la presencia de un idealismo en Schrödinger para quien la mente es primero. Es su elección entre dos concepciones igualmente indemostrables: la declaración de la existencia de una realidad externa y “la suposición de que en realidad todos somos únicamente aspectos diversos del Uno”. Como la existencia de una realidad externa es, para él, una hipótesis sin fundamento, elige la segunda porque considera se deduce con mayor facilidad un

 

 [...] contenido ético incomparablemente mucho más elevado y simultáneamente con el hondo consuelo [...] que nos brinda [...] a la vista de nuestra efímera vida” (Schrödinger, 1988).

 

NOTAS

 

1      Nos dice Holton que en la comunidad científica de nuestro tiempo prevalece una actitud más pragmática y no se tiene ese influjo iluminador de los debates epistemológicos del pasado, refiriéndose a los de las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX (Holton, 1998).

2      Habría que decir que también influenció a otros notables pensadores, como es el caso de Bertrand Russell. Véase, por ejemplo, Pincock (2007).

 

REFERENCIAS

 

Arana J (2002). El panteísmo de Erwin Schrödinger. Diálogos 79:11-33.

Arana J (2012). Los sótanos del universo. Madrid: Biblioteca Nueva.

Austin J L (1971). Cómo hacer cosas con palabras. Barcelona: Paidós.

De Regt HW (1996). Are physicists´philosophies irrelevant idiosyncrasies? Philosophica 58:125-151.

Feynman R (1999). The pleasure of finding things out. New York: Basic Books.

Gleick J (1987). Chaos. Making a New Science. New York: Penguin Books.

Gutting G (2012). Can physics and philosophy get along? The New York Times. Recuperado de: http://opinionator.blogs.nytimes.com/2012/05/10/can-physics-and-philosophy-get-along/.

Hawking S and Mlodinow L (2010). El gran diseño. Barcelona: Crítica.

Holton G (1998). The advancement of science, and its burdens. Cambridge: Harvard University Press.

Morin E (2006). El método 1: La naturaleza de la Naturaleza. Madrid: Cátedra.

Pincock C (2007). Richard Semons and Russell’s analysis of mind. Russell. The Journal of Bertrand Russell Studies 26:101-125.

Schrödinger E (1985). Ciencia y humanismo. México: Tusquets Editores, Colección Metatemas.

Schrödinger E (1988). Mi concepción del mundo. Barcelona: Tusquets Editores, Colección Metatemas.

 

Ricardo Guzmán
Tecnológico de Monterrey

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