Vida de María Sabina. La sabia de los hongos
Julio Glockner Rossainz
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La vida de Álvaro Estrada estuvo vinculada a uno de los acontecimientos más significativos de la segunda mitad del siglo XX: el descubrimiento, para la moderna sociedad occidental, de rituales adivinatorios y curativos en los que se emplean hongos sagrados en la sierra mazateca.
A finales de junio de 1955 un banquero neoyorkino, Gordon Wasson, fue el primero en consumir los hongos psilocibios, ofrecidos por la chamana mazateca María Sabina en un contexto ritual. Wasson de ninguna manera era un improvisado, para ese entonces llevaba más de veinte años estudiando, junto con su esposa Valentina Pavlovna, la relación de los hongos con las más diversas culturas, de los misterios de Eleusis en la antigua Grecia, a los himnos védicos de la antigua India. Si bien es cierto que Wasson no tenía un título académico en los campos en los que incursionaba, tenía en cambio lo más indispensable para llevar a buen término una investigación: preguntas formuladas correctamente y una voluntad inflexible para encontrar respuestas satisfactorias. En palabras de Fernando Benítez:
No había ningún hombre en el mundo mejor preparado ni que mayor pasión sintiera por ese vasto, frágil, delicado y misterioso universo de los hongos. Como todos los descubridores, él debía sacarlos de la oscuridad, y al mismo tiempo contribuir a su aniquilamiento al disipar el ambiente de amor y reverencia que hasta entonces los rodeara.
Wasson se valió de su proverbial gentileza y sentido de la amistad para lograr la colaboración de las más altas autoridades en distintas especialidades: Alfonso Caso, Guy Stresser Pean, Albert Hofmann, Richard Evan Schultes, Roger Heim, Robert Graves. Éste último fue quien lo puso sobre la pista correcta para llegar finalmente a Huautla de Jiménez, en 1953, acompañado de su esposa, su hija Masha y Roberto Weitlaner, para presenciar una ceremonia con hongos psilocibios. Dos años después realizó otro viaje, acompañado del fotógrafo Allan Richardson, y entonces conoció a la sabia mazateca María Sabina.
El intenso trabajo de Wasson sobre los hongos mexicanos tenía sin embargo un enorme vacío: ¿quién era esa mujer que generosamente le había ofrecido una ración de hongos sagrados? La barrera infranqueable del idioma la mantenía a distancia. Cuando Fernando Benítez viajó a la sierra en 1961, conoció accidentalmente, en casa de Carlos Incháustegui, a Gordon Wasson, quien le recomendó tener una velada con María Sabina. Su experiencia fue terrible, por cierto. Dos años después, con la ayuda de la maestra Herlinda Martínez, que había hecho la traducción de algunos cantos rituales para Wasson, hizo tres entrevistas a María Sabina. Pero no fue sino hasta que Álvaro Estrada se acercó a ella, iniciando una cálida amistad, que se pudieron desvanecer las barreras del lenguaje y pudimos acceder al conocimiento de su vida personal, así como a la rica cosmovisión de la ritualidad mazateca.
Aunque María Sabina era descendiente de curanderos, pues su bisabuelo, su abuelo y su padre lo fueron, no conoció a los dos primeros y a su padre lo perdió cuando tenía 4 años de edad, de modo que no pudo recibir directamente los conocimientos de esa rica tradición familiar. Sin embargo, como suele ocurrir en la cultura mazateca, los niños se familiarizan con los métodos de sanación en los que se emplean hongos sagrados y aprenden a utilizarlos más tarde ante una urgente eventualidad, como ocurrió cuando su hermana María Ana enfermó, entonces tuvo de consumir treinta pares de derrumbe para curarla, una dosis alta que le permitió seguir las indicaciones que los “niños santos” le daban durante el trance.
Álvaro conoció a María Sabina en circunstancias poco favorables para ella, pues había recibido un citatorio de la policía de Teotitlán, al haber sido torpemente difamada diciendo que vendía marihuana a los jóvenes. Álvaro le ofreció entonces escapar a la ciudad de México, donde estudiaba ingeniería en el Politécnico y ella aceptó gustosa.
De ese gesto solidario nació una profunda amistad nutrida por largas conversaciones en mazateco y, finalmente, uno de los libros más fascinantes que se han escrito en México: Vida de María Sabina. La sabia de los hongos, titulo sugerido por Octavio Paz y Arnaldo Orfila, director entonces de la editorial Siglo XXI.
El libro, que Gutierre Tibón no dudó en igualar en importancia a los himnos sacros del Rig Veda, es uno de los testimonios más interesantes y conmovedores sobre la espiritualidad mazateca y la actividad ritual de una chamana. Desafortunadamente contamos con muy pocos textos biográficos de este tipo, pienso en otros dos: El de Nadia Stepánova La invocadora de los dioses: historias de una chamana siberiana, y el de quien se consideró el último chamán secoya de la selva ecuatoriana, Fernando Payaguaje, El bebedor de yajé.
Decía hace un momento que la barrera del lenguaje se había desvanecido en las conversaciones que Álvaro sostuvo con la sabia mazateca y su posterior traducción, pero debo matizar esta afirmación que solo se refería al lenguaje coloquial, porque el lenguaje chamánico permaneció envuelto tanto en bellas metáforas que conforman todo un cuerpo poético, como en el misterio idiomático de signos y símbolos verbales que son exclusivos de cada chamán al provenir de las revelaciones que se le presentan en estado de éxtasis enteogénico. A este lenguaje hermético que se despliega en una ceremonia, no solo verbalmente sino también como un lenguaje gestual y corporal que puede incluir danzas y percusiones, chasquidos y cantos por parte del chamán, se acercó Henry Muun, en un lúcido esfuerzo por descifrarlo.
He aquí un oficio religioso, se dijo en su momento Gordon Wasson, que tiene que ser presentado al mundo de una manera digna, sin sensacionalismos, sin abaratarlo ni volverlo burdo, sino con sobriedad y veracidad. Solo mi esposa y yo podíamos hacerle justicia, en el libro que estábamos escribiendo, y en revistas serias. Pero en vista de la vulgaridad del periodismo de nuestro tiempo –concluyó Wasson– era inevitable que cundieran por el mundo entero toda suerte de narraciones envilecidas.
No es que el artículo que publicó en la Revista Life y Life en español en 1957 haya sido una narración envilecida, de ninguna manera, pero como afirmó McLuhan, el medio es el mensaje, y su colaboración en una de las revistas con mayor circulación en el mundo en esos momentos, se tituló “En busca del hongo mágico” y apareció en la serie “Grandes Aventuras”, entre publicidad de la General Motors, perfumes Myrurgia, llantas Firestone, y al lado de artículos sobre política internacional y lo atrevido de los escotes en la última moda. El impacto social no se hizo esperar, de manera que, a pesar de que se cambiaron los nombres de la sierra, las poblaciones y las personas, Huautla se convirtió en los años sesenta y setenta del siglo pasado en un lugar de peregrinación psicodélica del movimiento hippie y jipiteca, como llamó a la versión nacional José Agustín.
Desde la puerta del negocio familiar en Huautla de Jiménez Álvaro presenció la llegada de los primeros extranjeros en un viejo autobús que debía recorrer más de ochenta kilómetros de un estrecho, sinuoso y enlodado camino que comenzaba en Teotitlán.
Conoció a los primeros misioneros protestantes que se dieron a la tarea de traducir la Biblia al mazateco y posteriormente ayudaron a Wasson en su investigación pues eran etnólogos y lingüistas. Con ellos venía una joven, Eunice Pike, de la que se enamoraron prácticamente todos los adolescentes del pueblo.
En su libro Huautla en tiempo de hippies, Álvaro recuerda que Incháustegui le decía “Este pueblo es tan desolado que solo se puede vivir borracho, loco o casado...” Poco después Incháustegui acompañaría a Fernando Benítez a tener su primera experiencia en una velada con María Sabina y los “niños santos”, experiencia que Benítez relató en 1964 en su libro Los hongos alucinantes. Incháustegui, por su parte, publicaría tres libros: La mesa de Plata, Mitos mazatecos y El entorno, el hombre, la enfermedad y la muerte: Notas de campo de etnografía mazateca.
Durante más de una década subieron a la sierra decenas de miles de jóvenes de diversas nacionalidades, algunos en busca de una simple experiencia psicodélica y otros en busca de una experiencia trascendente, “querían ver a Dios”, le decía un tanto extrañada María Sabina a Álvaro Estrada.
Cuando concluyó el libro se lo envió a Gordon Wasson, quien, por cierto, tenía poco aprecio por el movimiento hippie, refiriéndose a la juventud de entonces como “una turba de balas perdidas”. Esta dura opinión no fue compartida por otros estudiosos del fenómeno religioso, como Mircea Eliade, quien veía en el movimiento hippie un genuino interés por la religiosidad de otros pueblos, como el budismo, el hinduismo, el chamanismo y las religiones arcaicas, y la posibilidad de un redescubrimiento de la experiencia de lo sagrado para la moderna cultura occidental.1
Wasson, fundador de la etnomicología, leyó conmovido el libro sobre María Sabina y escribió un interesante prólogo reflexionando sobre las consecuencias de su trabajo. Álvaro mantuvo con él y con Albert Hofmann una buena amistad. A este último le dedicó el que quizá fue su último trabajo publicado: “Albert Hofmann. El sabio que deshechizó a los hongos sagrados mexicanos y los convirtió en pastillas”, texto que aparece en el libro que coordiné con Enrique Soto La realidad alterada. Drogas enteógenos y cultura. Su buen humor, su cálida amistad y su aguda inteligencia fueron rasgos de su personalidad que agradezco haber compartido conmigo.
Años después de publicado el libro sobre María Sabina, Álvaro la visitó con la intención de comer hongos con ella, pues hasta ese momento no se había presentado la oportunidad de hacerlo. Sabina tenía ya 84 años de edad y una vitalidad poco común. No voy a intentar aquí una síntesis de esa conmovedora experiencia que aparece relatada a partir de la séptima edición, solo recordaré que casi al amanecer ambos se acostaron a dormir un poco en la misma cama, Álvaro tuvo entonces una visión que ahora me parece una alegoría de su despedida de este mundo:
Yo seguía recostado viendo hacia el techo... ¿cuál techo? El techo había desaparecido y la casa de Sabina era un cajón de adobes desde donde podía “ver” el cielo y sus estrellas palpitantes. Así, mirando hacia la profundidad celeste, “vi” cómo venía hacia mí una brisa fina y fresca que caía en mi cuerpo, empapando mi ropa, mi cara y mis manos. La brisa continuó por un lapso y luego desapareció.
La estrecha amistad y la mutua confianza que existió entre los tres personajes que hicieron posible este libro, nos permite acercarnos a una cosmovisión distinta a la moderna racionalidad occidental, y quizá comprender que no se trata, para el pueblo mazateco, de un imaginario mundo de alucinaciones, sino de una ancestral riqueza espiritual que se manifiesta en imágenes mentales impregnadas de un profundo sentido religioso.
No me queda más que felicitar a la editorial Siglo XXI por esta nueva edición que seguramente será leída por las nuevas generaciones de lectores con el mismo interés con el que leímos este libro hace 45 años.
NOTAS
1 Eliade, Mircea, La prueba del laberinto, conversaciones con Claude-Henri Rocquet, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1980.