Ortega y Gasset, sobre el problema de la vocación
Cintia C. Robles Luján
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La vida es quehacer y la verdad de la vida, es decir, la vida auténtica de cada cual consistirá en hacer lo que hay que hacer y evitar el hacer cualquier cosa.
Ortega y Gasset, J. OC. V, p. 86
Uno de los conceptos fundamentales de la filosofía de Ortega es el de la vida como realidad radical, de la que se desprende su propuesta filosófica de la razón vital. En su curso de 1929, ¿Qué es filosofía?, sostiene el filósofo de la escuela de Madrid, en discusión con el realismo y el idealismo, que la realidad no es el mundo externo ni solo pensamiento. Como sabemos, Ortega interpreta la historia de la filosofía a partir de esta dialéctica entre realismo e idealismo y su proyecto intenta superar esta discusión (Esteban, 2012: 462). La realidad radical, en el sentido de que tenemos evidencia y absoluta certeza de ella, es la vida. Se refiere a ella con los términos de “hecho radical” y “realidad primordial”. Sabemos, por supuesto, que el concepto de vida ha pasado por varias etapas y que no siempre tiene el sentido metafísico que adquiere en estas lecciones. Se ha discutido sobre el sentido biológico de la vida, y de las implicaciones de ello. Pero se ha dicho, también, que el concepto de vida va madurando con el paso de los años y a la altura de 1929 llega a tener un sentido metafísico que no tenía por ejemplo en las Meditaciones del Quijote en 1914 y que empezaba a perfilarse en El tema de nuestro tiempo a la altura de 1923. Y en sus Lecciones de metafísica de 1932-1933 la llama propiamente “realidad radical”. En efecto, Pedro Cerezo se refiere a la vida, dice él mismo que sin poder evitar “la calificación de «vida humana»”, como “el elemento omnicomprensivo, en que se dan el yo y la circunstancia, algo así como su paisaje y su límite” (Cerezo, 2011: 118).
Lasaga ha subrayado que lo más importante de la vida es que se entiende como drama. En este sentido, más allá de comprender que lo real es el conjunto de las cosas materiales que hay (o sea una sustancia) o las ideas que de ellas pensamos (o bien el sujeto o conciencia), y aquí está la discusión entre realismo e idealismo, lo más importante de la vida es que es acontecimiento, drama. Pero ¿qué significa que la vida es acontecimiento, o sea que la vida es drama? ¿En qué radica el sentido dramático de la vida? El drama está en el hecho de no poder decidir si estar o no estar en el mundo, o mejor: que el mundo le imprime o presenta a la vida un margen de posibilidades en las que se puede realizar, pero esas posibilidades están limitadas, son, por decirlo así, impuestas. En Meditación de nuestro tiempo de 1928 podemos leer:
Vivir no es entrar por gusto en un sitio previamente elegido a sabor, como se elige el teatro después de cenar, sino que es encontrarse de pronto y sin saber cómo caído, sumergido, proyectado en un mundo incanjeable, en éste de ahora. Nuestra vida empieza por ser la perpetua sorpresa de existir sin nuestra anuencia previa, náufragos en un orbe impremeditado. No nos hemos dado a nosotros la vida, sino que nos la encontramos justamente al encontrarnos con nosotros (Ortega, VIII: 42).
Que la vida es acontecimiento lo encontramos en una frase que Ortega repite en varias de sus obras, pero que ocupa un lugar especial en el curso de 1929. Pues allí dice que la vida es lo que nos pasa. Lo que nos pasa, por cierto, nos pasa en el mundo. En consecuencia, el hombre no tiene de otra más que hacer frente al mundo que le rodea, enfrentarse a sus circunstancias. Pero ¿cualquier forma de enfrentarse a las circunstancias es válida?, ¿podría decirse que no toda forma de enfrentarse al mundo es igualmente valiosa? Por tanto, ¿debería sostenerse que no toda forma de vida es una forma digna? Lo que encontramos en la filosofía de Ortega es precisamente que al hombre no le queda de otra más que tener que actuar en su circunstancia, pero al hacerlo
[...] no tiene más remedio que justificar (y, en gran medida, “racionalizar”) su actuación. La vida humana no puede existir sin justificarse de continuo a sí misma (Ferrater, 1973: 78 y s).
Necesita el ser humano saber a qué atenerse y eso supone, por un lado, el conocimiento del mundo que le rodea con sus facilidades y dificultades, como un conocimiento de sí mismo, de su ser más íntimo y de las exigencias de este para sí. En el curso de 1930-1931 donde Ortega se pregunta ¿Qué es la vida?, afirma que esta
[...] consiste en que el yo que es cada cual se encuentra teniendo que existir entre las cosas, y para sostenerse sobre ellas y conducirse con ellas necesita interpretarlas a ellas y a sí mismo, necesita saber a qué atenerse con respecto a todo (Ortega, VIII: 449).
No debemos caer, entonces en el error de confundir la vida con el hombre o la persona que la “habita” (Lasaga, 2019: 28), porque es claro en Ortega que no es así. Para el filósofo, tanto el cuerpo como el alma, incluso el carácter, forman parte de la circunstancia. Tanto el alma por sus cualidades como el modo como está dispuesto nuestro cuerpo en el mundo pueden jugar a favor o en contra de nuestro destino personal. En efecto, vida “es lo que somos y lo que hacemos... y nos pasa” (Ortega, VIII: 353). En este sentido podemos decir que para Ortega el mundo es todo lo que nos afecta y por ello la vida es encontrarse rodeado de cosas y tener que hacer algo con ellas. El mundo nos afecta de muchas maneras y exige del ser humano que actúe en él, que responda con sus actos. En consecuencia, lo que Ortega sostiene es que nuestra vida no se compone únicamente de nuestra persona, sino que el mundo en el que nos encontramos también forma parte de nuestra vida, la cual
[...] consiste en que la persona se ocupa de las cosas o con ellas, y evidentemente lo que nues-tra vida sea depende tanto de lo que sea nuestra persona como de lo que sea nuestro mundo (Ortega, VIII: 41).
Así que, lo que Ortega llama vida como realidad radical o bien el dato radical del universo, es la “coexistencia de mí con las cosas”; ni las cosas son por sí mismas, ni mi persona lo es por su parte, sino la coexistencia de ambos. Pero la coexistencia no significa el estar el uno junto o al lado del otro:
[...] el mundo es lo que esté siendo para mí, en dinámico ser frente y contra mí y yo soy el que actúo sobre él, el que lo mira y lo sueña y lo sufre y lo ama o lo detesta.
Con ello, Ortega quiere evitar caer en el error de creer que nuestro ser es independiente del mundo o que el mundo es independiente de nuestro ser, y las razones en las cual se apoya son, por un lado, que en nuestro vivir nos hallamos frente al mundo y dentro de él; por otro lado, que el mundo es inseparable de nosotros puesto que en todo momento nos está afectando. La vida como acontecimiento significa que nuestra persona se encuentra en el mundo de un modo corporal, rodeado de otras cosas corporales y en relación con cosas y personas que le resultan agradables o desagradables, buenas o malas, bellas o feas, etcétera. Nos dejamos afectar por el mundo, en el sentido de que las cosas con las que nos encontramos nos interesan o nos amenazan o nos atormentan y por ello se relacionan vitalmente con nuestro ser. No se trata del mundo sin más, sino del mundo en el que se despliega nuestra persona, nuestro ser más íntimo, como le va a llamar Ortega. La vida, entonces, se compone de dos ingredientes: mi persona o mi yo y el mundo o circunstancia. En efecto, ni yo soy las cosas ni las cosas son yo,
[...] pero ni yo soy sin ellas, sin mundo, ni ellas son o las hay sin mí para quien su ser y el haberlas pueda tener sentido (anti-realismo) (Ortega, IV: 285).
En su curso de 1939-1940 El hombre y la gente dice que:
Nuestra vida es puro acontecimiento, a cada cual le acontece vivir, encontrarse con esto y con lo otro. Y tener que hacer algo frente a todo eso, para existir. Más precisamente: para que exista la persona determinada, el individualísimo yo que él es, que le acontece ser (Ortega, IX: 290).
El problema del hombre, en este sentido, es tener que hacer algo con su vida, entrar a escena en un drama que ya está corriendo. La vida es, para el hombre, un problema que tiene que resolver. ¿Cómo lo soluciona, si es que es posible solucionarlo? No hay de otra más que actuando, decidiendo qué hacer en cada momento, teniendo que elegir y, a partir de allí, poniéndose en movimiento o sea actuando. Pero esta vida no sería en sentido estricto nuestra, si no fuésemos conscientes de ella y además de que es una vida de un modo y no de otro, que la vida es como es para nosotros mismos. Entonces, como la vida es personal y en ella cada acontecimiento se vive en primera persona, puede decirse también que se vive íntimamente en absoluta soledad. Nadie puede vivir por mí, ni decidir ni actuar por mí. Soy yo, en cada caso, quien tiene la tarea de vivir esta vida. La vida humana personal es radical soledad. En palabras de Ortega:
[...] si la vida es acontecimiento, no hay –propia y rigorosamente hablando– vida humana, si no hay alguien determinadísimo a quien le acontece hacer esto o lo otro. La vida es mía, o tuya, o suya. La vida lo es siempre de alguien (Ortega, IX: 290).
Y este alguien es la persona.
En un artículo de 1932 habla Ortega de “El quehacer del hombre”. Lo que allí sostiene justamente es que la vida del hombre es quehacer. Y emplea expresiones tales como “la verdad de la vida” y “la vida auténtica”. ¿Cuál es esa verdad y esa autenticidad? ¿Debemos pensar, entonces, que no es sufiencite con decidirse a llevar esta vida de un modo o de otro, sino que de alguna manera a la persona humana le está exigido vivir de un modo determinado? ¿Determinado por qué o por quién? A juicio del autor, “la vida auténtica de cada cual consistirá en hacer lo que hay que hacer y evitar el hacer cualquier cosa” (Ortega, V: 86). Sin embargo, ¿cómo saber qué hay que hacer y qué hay que dejar de hacer? Para el maestro de María Zambrano, hay actos caprichosos y actos necesarios. El quehacer de una persona es suyo propio, no le pertenece a nadie más, “nuestro quehacer es irreductible al de los demás”, dice en este mismo texto. Cada quien debe hacer algo con su vida, debe hacer su vida.
La vida verdadera es inexorablemente invención. Tenemos que inventarnos nuestra propia existencia y, a la vez, este invento no puede ser caprichoso.
Pero ¿no está ya definida nuestra vida desde un primer momento? No. Y ese es el problema y, a nuestro juicio, también la grandeza de la vida. Que no nos la dan hecha. Somos arrojados a la vida sin que nadie nos diga cómo debemos vivirla. Y por ello precisamente, el hombre tiene que inventar su propia vida, tiene que inventar su existencia. Lo más importante de ello es que al inventar su vida y su existencia, se inventa a sí mismo, se inventa como persona. La vida
[...] me es dada, o arrojada, o mejor, mi yo se encuentra arrojado en ella, como en un medio o elemento, en que ha de hacer por ser (Cerezo, 2011: 108 y s).
Quizás lo de menos sería saber qué queremos ser o qué debemos hacer. La dificultad es que ese ser no se configura de espaldas a la realidad; todavía más, si lo hace pone en riesgo su existencia y su proyecto y corre el peligro de vivir una vida inauténtica o falsa. Porque la vida es eso, un proyecto y, en consecuencia, es estar arrojado hacia el futuro.
Vimos ya que la vida se compone de dos elementos que son: el yo personal y el mundo o circunstancia. Pues bien, la persona vive mundo y el mundo lo describe Ortega en la forma de un “pie forzado”. “Se vive siempre en una circunstancia única e ineludible. Ella es quien nos marca con un ideal perfil lo que hay que hacer” (Ortega, V: 86). El problema que podemos resaltar sobre ello es precisamente que aun teniendo un programa vital o proyecto, no hay nada que le asegure a la persona humana que lo va a alcanzar. Por ello lo de menos sería saber cuál es ese programa vital, el que coincide con la vocación personal como vamos a ver en el siguiente apartado, porque se puede tener claridad sobre el proyecto y por falta de voluntad y de esfuerzo no llevarla a cabo; podría ser que las circunstancias no se presten a favor y que la persona tenga que renunciar a su personaje ideal y conformarse con tener que ser aquel que la circunstancias le hacen posible. Aun así, Ortega creía que lo más importante no era tanto cómo se comportaba un hombre ante su circunstancia sino cómo se comportaba ante su vocación, si era capaz de poner todo su empeño en realizarla o si, en todo caso, terminaba siendo un desertor de ella. Por esta razón, para Ortega, la ética es una guía para llevar una vida buena y, consecuentemente, lo es para la felicidad. ¿En qué consiste la vida buena? En vivir conforme al llamado de la vocación.
No se trata, entonces, solo de mi persona, sino de la circunstancia en la que me encuentro y del carácter con el que se enfrenta al mundo en torno y la vocación. El yo se convierte en una tarea para sí mismo, se comprende como tarea vital que tiene que cumplir. “Yo soy una tarea o programa vital” (Ortega, VIII: 440). La vida es para el hombre su destino:
Somos nuestro Destino, somos proyecto irremediable de una cierta existencia. En cada instante de la vida notamos si su realidad coincide o no con nuestro proyecto, y todo lo que hacemos lo hacemos para darle cumplimiento (Ortega, IV: 308).
Pero ¿en qué consiste esta tarea? ¿Es una tarea que la persona se inventa de manera arbitraria o responde a un llamado o un modo de ser especial que lo mueve? Como vamos a ver, esta tarea o programa vital está en directa relación con el sentido de la persona y con la vocación.
PERSONA Y VOCACIÓN
La persona ocupa en el pensamiento de Ortega un lugar importante. Estamos de acuerdo con Caballero Bono con que en la filosofía de Ortega se encuentran “significativos puntos de engarce con la filosofía personalista” (Caballero, 2015: 132). El primer punto de ellos es que le da un lugar importante a la persona. En ella se manifiesta la naturaleza humana como naturaleza personal como apunta él mismo. En su artículo, él destaca tres categorías de la vida personal que aparecen en el filósofo de la escuela de Madrid: la soledad, la compañía y la vocación. A nosotros nos interesa explorar las relaciones íntimas que hay entre persona y vocación, pues estamos de acuerdo con Caballero Bono en que, si bien Ortega no se definió a sí mismo como un filósofo personalista, tampoco realizó críticas a esta corriente, como sí las hizo al vitalismo, al existencialismo y al pragmatismo.
En efecto, Ortega define a la persona en varios lugares de sus obras. En un artículo de 1937 que lleva por título “En cuanto al pacifismo”, identifica a la persona con la intimidad y la pura verdad, se infiere que se trata de la pura verdad de nuestro ser. Dice que:
[...] un pueblo es, como una persona, aunque de otro modo y por otras razones, una intimidad –por tanto, un sistema de secretos que no puede ser descubierto, sin más, desde fuera.
La persona es intimidad y el hombre es entendido en Ortega a partir de la razón vital y la antropología filosófica a partir de ella. Cierto es, como apunta Lasaga, que a Ortega el título antropología filosófica no le gustaba y que en su lugar prefería hablar de “una ciencia del conocimiento del hombre” (Lasaga, 2003: 72). Sin embargo, no es errado decir que hay una propuesta antropológica en Ortega, una propuesta que hace énfasis en la realidad radical de la vida, y esta vida es la vida humana, la vida de cada cual, la que posee un sentido biográfico y dramático. Y, sin embargo, Lasaga llega a hablar de una “antropología defectible” en Ortega. ¿Qué quiere decir con ello, que falta una antropología filosófica en el autor de En torno a Galileo?
Encontramos una respuesta a la pregunta fundamental de la antropología filosófica en El hombre y la gente. Allí se refiere a la persona en el mismo sentido del “personaje íntimo que es protagonista en la vida de cada uno...” Pero ese personaje
[...] no es algo que ya es, sino el que siempre estamos queriendo ser; y con cuyo perfil de aspiraciones oprimimos de continuo nuestro contorno para que nos deje realizarlo. Esa es la persona. Y la lucha entre el personaje íntimo y el contorno mundanal es lo humano en el hombre (Ortega, IX: 289).
Así pues, a la pregunta ¿Qué es el hombre? responde en este mismo texto que: “El hombre no es ninguna cosa, sino un drama: su vida, lo que le pasa, su quehacer” (IX: 289). En este mismo texto vemos que Ortega hace equivalentes por un momento lo que es el hombre con lo que es o quien es la persona al decir:
[...] la persona, el hombre, es aquél al que le pasa vivir y para el cual el mundo –incluso su cuerpo y su alma– es favorable o adverso según lo que sea su programa vital (IX: 289).
En consecuencia, la persona es entendida como ese personaje ideal que hay que realizar. Su ser está en relación con el futuro –una idea a la que Julián Marías le sacará mucho provecho en su Antropología metafísica olvidando casi decir que ya está contenida esa dimensión de la vida humana en Ortega. El yo personal tiene que realizarse, tiene que llegar a ser alguien determinado, un ser individual, no otro sino sí mismo:
[...] el que vive soy yo y yo soy el que tiene que realizarse en su vida, el que tiene que ser no en el ahora que ya está aquí, que ya es, sino en el mañana. Nuestro yo es siempre un futuro, un porvenir inmediato y remoto que hay que lograr y asegurar; en suma, el yo de cada uno de nosotros es ese ente extraño que, en nuestra íntima y secreta conciencia, sabe cada uno de nosotros que tiene que ser (IX: 445).
Pues bien, justo por esta relación temporal que tiene con su ser, la persona humana es un proyecto, un ser arrojado al futuro, llevando su vida, teniendo que hacer algo con ella y, por lo mismo, viéndose en la necesidad de asumir la responsabilidad de lo que hace y de lo que llega a ser. Por esta razón, el quehacer de la vida es inseparable de la ética: la realización de la vida supone dos cosas, por lo menos: 1. el esfuerzo y 2. el imperativo de autenticidad. La persona es quehacer y, en esa medida, llega a ser.
Soy yo quien hago y llevo, a pulso y en vilo –quiera o no– mi vida. Soy responsable de mí mismo puesto que soy yo quien hace mi vida, yo y sólo yo quien tiene que vivírsela (IX: 290).
En este sentido, Cerezo Galán se refiere a la ética de Ortega como “una ética de la autenticidad, la magnanimidad y la fidelidad a lo que llama Ortega «yo inexorable»” (Cerezo, 2011: 123), y José Lasaga, por su parte, se refiere a la autenticidad como proyecto, y al hablar de la vocación dice que esta consiste, fundamentalmente, en “la exigencia de felicidad y perfección” (Lasaga, 2006: 198). Pero, ¿se puede ser feliz en un mundo en el que no sabemos qué puede pasar mañana?
Justo porque la persona tiene que responder por lo que llega a ser, y lo que quiere ser lo tiene que inventar –quizás lo tenga que descubrir en su interior–, es preciso que se haga y apropie de ciertas convicciones, ya que a partir de ellas toma decisiones y emprende el movimiento de su existencia. Se trata de convicciones personales a las que Ortega llama “creencias”; el yo personal tiene que convencerse a sí mismo sobre ellas, porque en esa medida podrá orientarse en el mundo y “luchar con las cosas”. El estrato más profundo de nuestro ser está constituido por creencias.
La circunstancia aparece como resistencia, con facilidades y dificultades con las que la persona tiene que luchar para realizar su ser más íntimo, lo que Ortega llama “nuestra verdad” y ese personaje ideal que debemos realizar, es nuestra verdad, nuestro ser verdadero y auténtico. Lo que debemos explorar ahora son las relaciones que tiene este personaje ideal con nuestra vocación. Diremos que se trata de una relación esencial en la que el ser auténtico y verdadero de la persona humana, y por ende el sentido de su existencia, están en juego. Este ser verdadero y auténtico de la persona es su vocación:
[...] esa tensión hacia lo que no es todavía, pero que queremos que sea, es nuestro yo, que Ortega define formalmente como vocación (Lasaga, 1997: 40).
Cabe decir que la vocación personal no es ni coincide del todo, cuando logra coincidir, con la profesión. La vocación responde a un programa vital, al ser que cada yo quiere llegar a ser, pero que no lo es aún. Ortega lo llama “figura imaginaria”, un
[...] ente que quiera o no siente que tiene que ser, que hay que realizarlo, que hacerlo, no un factum sino un faciendum, gerundivo, que significa estrictamente lo que hay quehacer (Ortega, VI: 449).
Ahora, lo que hay que hacer no es cualquier cosa sino algo particular, individualísimo y personal. Por esta razón, nuestra vida es nuestra vocación, pero entendiendo la vida como vida auténtica y verdadera, no como cualquier vida, no vivida de cualquer forma, sino asumiendo el imperativo pindárico de llegar a ser el que se tiene que ser. En efecto, “Este personaje ideal que cada uno de nosotros es, se llama «vocación»” (VI: 637).
La vocación, dice Ortega, es un llamado, una voz interior que “nos susurra el mandamiento de Píndaro: γένοι᾽ οἷος ἐσσὶ «Llega a ser el que eres»” (IX: 445). Pero es una llamada “hacia nuestro más auténtico destino” y, por esta razón: “El yo auténtico de cada hombre es su vocación”. La vocación, en consecuencia, por tratarse de un asunto personal, responde también al modo de ser individual de la persona, se convierte en su destino propio, único y exclusivo: “La vocación no es nada genérico sino singularísimo, ultraconcreto, como la persona” (IX: 726). Así, el imperativo de la expresión de Píndaro se convierte para la persona en un imperativo de autenticidad y este lleva consigo el “imperativo de invención” (Lasaga, 2019: 31).
Sin embargo, este imperativo de autenticidad se le impone a la persona, o sea al yo, en un mundo y una circunstancia que no elige. La persona tiene que llegar a ser sí misma “en un paisaje que puede resultarle favorable o enemigo; de ahí el carácter dramático de la vida” (Lasaga, 1997: 40). Así, el hombre se encuentra en un mundo en el que tiene que realizar su ser en una circunstancia propia que no es igual a la de nadie más; por tanto, esa circunstancia concreta exige un actuar concreto donde la persona asume cierto comportamiento y renuncia a otros posibles comportamientos. El actuar es esencial para la persona, a pesar de que la realidad no le garantiza que pueda realizar su personaje ideal.
El modo de vivir no es nunca la auténtica vida para quien es capaz de una vida auténtica, para quien posee una vocación. La vocación es últimamente personalísima, es un cierto vivir singular, distinto del de los demás. Es un “modo de vivir” íntimo y, por ello, inconfesable. De aquí que necesite involucrarse y ocultarse en un “modo de vivir” externo y patente (Ortega, IX: 474).
Por tanto, la persona puede entenderse de dos modos: 1. como personaje ideal, telos y entelequia (que es donde coincide con la vocación), y 2. como realidad concreta o el ser que la persona real termina siendo en el mundo dado. Si bien Ortega enfatiza en el peligro que se corre de que estos dos no coincidan, ya sea que las circunstancias no lo favorezcan, ya sea que el yo renuncie a su personaje ideal o se conforme con una idea falsa de sí mismo, sospechamos que a la larga estos dos sentidos de la persona no terminan coincidiendo del todo. Si este ser ideal es un ser futurizo que motiva al ser personal concreto, ¿cuándo el segundo dará cumplimiento del todo al primero? No parece posible que el personaje real y el ideal terminen de encajar el uno en el otro de un modo adecuado. Lo que se puede dar, en todo caso, es que el yo real se aproxime lo más posible a su telos o sea a su entelequia.
Porque vivir es precisamente la inexorable forzosidad de determinarse, de encajar en su destino exclusivo, de aceptarlo, es decir, resolverse a serlo. Tenemos, queramos o no, que realizar nuestro “personaje”, nuestra vocación, nuestro programa vital, nuestra “entelequia” (Ortega, V: 138).
Podemos preguntarnos ahora si el cumplimiento o por lo menos el saberse en camino al cumplimiento de la vocación influye en los estados de ánimo, en los sentimientos y emociones de la persona, si dicho cumplimiento o la falta de este, tiene relación con la alegría o el mal humor, con la felicidad o la infelicidad. Y la respuesta es que sí. Todo ello influye en nuestros sentimientos, en la esfera afectiva, y en el modo como nos relacionamos y sentimos en el mundo. La persona se encuentra en el mundo dispuesta afectivamente de un modo o de otro, en un estado de ánimo u otro.
La felicidad no es un estado, sino una actividad que coincide con hacer que la vida de cada cual encaje dentro de su destino exclusivo. Es “la experiencia de que resulta de estar puesta la vida a lo que es su auténtica realidad, su vocación” (Lasaga, 2006: 198). Es el saberse ocupado con las cosas que responden al llamado de la persona y que responden por su ser más íntimo. Si la vocación reside en la exigencia de felicidad y perfección, esta no se puede cumplir sin hacer lo que se tiene que hacer, es decir, sin hacer aquello que produce verdadera ilusión y entusiasmo y evitar el hacer cualquier cosa. Hay ocupaciones felices, en las que nos sentimos dichosos y hay trabajos que hacemos porque no nos queda de otra más que hacerlos para sobrevivir, para salvar la circunstancia. La vocación implica o supone esfuerzo, disciplina, constancia. “La vida es su propia finalidad, su premio o su fracaso”, dice Lasaga.
La bondad o maldad son ejecuciones que trasparecen en el propio acto de vivir junto con su sanción, una vida felicitaria o en forma; o una vida falsificada, irreal (Lasaga, 2006: 200).
En su artículo de 1932 “Pidiendo un Goethe desde dentro” Ortega se pregunta por qué Goethe estaba siempre de mal humor. Y allí relaciona al mal humor con el hecho de no estar cumpliendo con la vocación.
El hombre no reconoce su yo, su vocación singularísima, sino por el gusto o el disgusto que en cada situación siente. La infelicidad le va avisando... cuándo su vida efectiva realiza su programa vital, su entelequia, y cuándo se desvía de ella.
La persona humana tiene que hacerse a sí misma, pero...
¿Quién es ese “sí mismo” que sólo se aclara a posteriori, en el choque con lo que le va pasando? Evidentemente, es nuestra vida-proyecto, que, en el caso del sufrimiento, no coincide con nuestra vida efectiva: el hombre se dilacera, se escinde en dos –el que tenía que ser y el que resulta siendo. La dislocación se manifiesta en forma de dolor, de angustia, de enojo, de mal humor, de vacío; la coincidencia, en cambio, produce el prodigioso fenómeno de la felicidad (Ortega, V: 130 y s).
En consecuencia: nuestro yo-proyecto puede coincidir con nuestra vida o puede no coincidir con ella. Si ambos coindicen, el resultado es el cumplimiento de la vocación y la felicidad. Pero si no coincide, tendremos una escisión del hombre que se movería entre la persona real que es y la persona ideal que quería ser. La persona, en este caso, vivirá su vida en forma de dolor, enojo, mal humor y angustia. Vivirá fuera de sí, como otro, una vida que no es propiamente suya. Los sentimientos o estados de ánimo vendrían a ser la respuesta a la pregunta: ¿estamos cumpliendo con nuestra vocación? “El afán de realizar nuestra vocación, de conseguir ser el que somos es lo que nutre nuestras energías y las mantiene tersas” (Ortega, VI: 640).
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