Chernóbil y el fin de la naturaleza



Gabriela A. Vázquez Rodríguez
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El hombre es fruto de la naturaleza, y de eso hemos tenido consciencia desde hace tiempo. Como atestiguan los mitos acerca de los orígenes, los humanos se imaginaron surgir del barro o del agua. A la naturaleza imaginábamos regresar tras la muerte, ya fuera a cielos por descubrir o a la tierra, al tiempo madre y hermana. La naturaleza fue misterio y conquista. Nos impusimos el mandato de desentrañarla: “¡Conquistad la tierra!”, se decretó en la Biblia. De este modo, cada territorio, planta y yacimiento que se descubría se erigieron en trofeos a la astucia y a la obstinación de quienes siguieron ese mandato. El asalto a la naturaleza la transformó, de un modo tal que esta palabra ahora tiene la pátina de una reliquia cuando salta de las crónicas de Alexander von Humboldt o de los soliloquios de Henry David Thoreau. Con la nostalgia de lo que se fue, vivimos en el Antropoceno, la era del hombre, el tiempo de una “naturaleza” que sufre nuestros excesos y conservará nuestra impronta. Se ha escrito que fueron los exterminadores de la megafauna de América quienes iniciaron esta era; otros prefieren señalar a James Watt, el artífice de la máquina de vapor. Otros atribuimos el fin de la naturaleza a la domesticación del átomo.

     Conducir reacciones que modificaran los núcleos de los átomos fue uno de los logros de la ciencia y la tecnología del siglo XX. El objetivo de esta hazaña fue terminar una guerra, y por eso costó poner en la balanza sus beneficios y consecuencias. Llegada la paz, durante un tiempo se le vio como la solución al problema de la injusticia en el reparto de combustibles padecida por algunas naciones, y no faltó quien le endilgara el rol de saciar el apetito del mundo por la energía.

     El accidente que ocurrió en Chernóbil, Ucrania, el 26 de abril de 1986, volvió a demostrar el poder de la desintegración de átomos, pero esta vez no hubo beneficios que sopesar. La planta, a menos de 10 años de haber iniciado actividades, representaba el poderío de la URSS en el campo de la energía nuclear. En torno a ella se había construido la ciudad de Prípiat, con el propósito de albergar a los cientos de trabajadores que la harían funcionar. Todo en Prípiat acababa de construirse para los más de 45,000 habitantes que, de un modo u otro, dependían de la planta de Chernóbil (Smith y Beresford, 2005).

     Ese día se había programado una prueba de seguridad en uno de los reactores para averiguar los efectos de un corte en el suministro de electricidad. Una serie de casualidades y errores hizo que el reactor se sobrecalentara, se acumulara hidrógeno en él y explotara. Esto lanzó a la atmósfera el uranio que servía como combustible al reactor, así como productos de fisión. Los bomberos que fueron llamados al lugar limitaron el alcance de la explosión, pero no pudieron impedir que el reactor ardiera por diez días. Durante este tiempo se intentó sofocar el incendio y absorber la radiación arrojando desde helicópteros miles de toneladas de arena, plomo y arcilla, que fueron a su vez expulsados al aire (Peplow, 2011). Estas medidas de emergencia iniciales fueron ordenadas por una comisión del gobierno de la URSS, no para proteger a la población, sino para reestablecer el funcionamiento de la planta (Zerbib, 2015). Esto empeoró los alcances de la catástrofe, cuyo número de víctimas sigue sin conocerse. En total, se estima que el accidente dispersó unas 300 veces la radiactividad que generó la bomba de Hiroshima (HICARE, s.f.).

     Tras el accidente, los 45,000 habitantes de Prípiat fueron evacuados en autobuses que formaron una fila de 20 kilómetros de largo. Las autoridades les dijeron que se ausentarían un máximo de tres días, mas nunca pudieron regresar. Desde entonces Prípiat es una ciudad fantasma, que se deteriora con lentitud y donde aún se encuentran las pertenencias que sus habitantes no pudieron llevarse. En los meses que siguieron se conformó la Zona de Exclusión, que abarca 30 kilómetros a la redonda de la planta, y donde se prohíbe cualquier asentamiento (Smith y Beresford, 2005).

     Una estructura de acero y concreto, que sería posteriormente conocida como el sarcófago se construyó en siete meses para cubrir el reactor y reducir la dispersión de radiación. Para esta y otras medidas de contención se convocó a un ejército de 600,000 liquidadores, tanto militares como civiles, quienes trabajaron sin la preparación ni el equipo de protección que la situación ameritaba. Ellos fueron las víctimas por antonomasia de Chernóbil: entre sus filas, los fallecidos e incapacitados se cuentan en decenas de miles, y fueron olvidados tras la desintegración de la URSS.

     Para las víctimas y los habitantes de la zona, lo que sucedió en Chernóbil fue una amenaza que ni ellos ni nadie podían anticipar o reconocer. A diferencia de otras catástrofes, como las guerras o los terremotos, tanto el accidente en sí como sus consecuencias carecían de sustancia para la mayoría de las víctimas. A excepción de los operadores de la planta y de los bomberos que atendieron la emergencia en sus inicios, los afectados no percibieron el desastre como tal, sino las formas que adquirió a través de la evacuación de sus hogares o de los cambios que tuvieron que adoptar en su cotidianeidad. La tragedia no tenía cara, no podía percibirse a simple vista, pero alrededor de la Zona de Exclusión la vida cambió, y una serie de prohibiciones sustituyó a los gestos de todos los días. Svetlana Alexiévich, autora de Voces de Chernóbil-Crónica del futuro (2016, publicado por Editorial Debate) y premio Nobel de Literatura, lo explica: 

Ha cambiado la imagen del enemigo [...] Mataba la hierba segada. Los peces pescados en el río, la caza de los bosques... Las manzanas... El mundo que nos rodeaba, antes amoldable y amistoso, ahora infundía pavor.

     Aunque el hogar de los pobladores de Prípiat parece seguir ahí, ha desaparecido tal como ellos lo conocieron. La belleza de los bosques persiste, como los manantiales y la claridad del cielo, pero quienes los habiten no están a salvo. Los lobos, los alces y numerosos animales parecen vivir una época dorada en la Zona de Exclusión, pues ya no los amenaza la cacería, la agricultura o la urbanización. Sin embargo, algunos de los radioisótopos liberados por el accidente seguirán presentes en la zona por miles de años, y es difícil predecir sus efectos a largo plazo. En la era del hombre, la naturaleza se vuelve contra el invasor usando las armas que este inventó.

 

R E F E R E N C I A S

 

HICARE (s.f.). Comparison of Damage among Hiroshima/Nagasaki, Chernobyl, and Semipalatinsk. Hiroshima International Council for the Radiation-exposed (HICARE), Japón. Recuperado de: http://www.hicare.jp/en/radiation/fc36d3fb13a402fa298b330bd2857312.

Peplow M (2011). Chernobyl’s legacy. Nature 471:562-565.

Smith J, Beresford NA (2005). Chernobyl-Catastrophe and consequences. Springer, Berlín.

Zerbib JC (2015). Tchernobyl: effets sanitaires et environnementaux. Les Cahiers de Global Chance 37:42-62.

 

Gabriela A. Vázquez Rodríguez
Centro de Investigaciones Químicas
Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo

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