De Química Roja y otros demonios
Gabriela A. Vázquez Rodríguez
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“Algunos soldados se habían disparado a sí mismos. Caballos, aún en los establos, vacas, gallinas; todos, incluso los insectos, estaban muertos”
Willi Siebert, soldado alemán testigo del primer ataque con cloro en Ypres (Everts, 2015).
El impulso generado por la búsqueda de poder ha llevado al género humano a emprender guerras y revueltas desde tiempos remotos. En estos conflictos, al menos desde la Antigüedad clásica, con frecuencia se han utilizado sustancias químicas tóxicas. De hecho, el vocablo griego toxikon se refiere a las sustancias con las que los antiguos guerreros griegos untaban las puntas de sus flechas para acabar con sus enemigos. También han llegado hasta nosotros textos que narran el uso de lanzallamas con mezclas de aserrín, azufre y brea ardiendo durante la Guerra del Peloponeso, que enfrentó a atenienses y espartanos en el siglo IV a. C. (Pita, 2008). El “fuego griego”, del que se inspiró el “fuego valyrio” de la serie Juego de Tronos, fue desde su invención –hacia el año 668– un arma temida en todo el Mediterráneo porque ardía en contacto con el agua. El Imperio Bizantino guardó tan celosamente la fórmula de su elaboración que hasta la fecha se desconoce.
Durante los siglos que siguieron, la mayoría de las innovaciones se centraron en volver letal el combate cuerpo a cuerpo y, más tarde, en el perfeccionamiento de las armas de fuego. Estas armas aprovechan el carácter inflamable o explosivo de las sustancias, más que sus propiedades tóxicas. En el caso de la llamada pólvora negra, que consiste en una mezcla de carbón, azufre y nitrato de potasio, su combustión genera una presión que arroja proyectiles. En la Ilustración, esta tecnología era ya tan decisiva en los conflictos bélicos que los artilleros españoles, dedicados a construir las máquinas de guerra del Imperio español, acuñaron y usaron como divisa la frase “La ciencia vence” (Monforte-Moreno, 2016).
En el siglo XIX ocurrieron enormes avances en el conocimiento químico que dieron origen a industrias nacionales cada vez más poderosas, como la de los colorantes textiles, así como a un sector profesional cada vez más metódico en la producción y manejo de sustancias nuevas o existentes. De estos civiles, algunos químicos, otros farmacéuticos o maestros, surgieron osadas propuestas bélicas tales como el uso de cianuro en bayonetas o proyectiles, que inicialmente fueron rechazadas por distintos ejércitos europeos (Pita, 2008). En ese momento, la opinión generalizada entre los altos mandos militares era que las armas químicas, con todos sus efectos incontrolables e inhumanos, contradecían las reglas de una guerra civilizada (si es que eso existe). Por ello, los países científicamente avanzados de la época firmaron en 1899 la 2a Declaración de La Haya que prohibía “el uso de proyectiles con gases asfixiantes o deletéreos”. Estados Unidos fue el único país que no firmó la declaración, resaltando la hipocresía de negarse a asfixiar a otros hombres con gases, mientras que hundir acorazados en alta mar y dejar que la tripulación entera se ahogara era perfectamente lícito (Kean, 2011).
Fritz Haber, químico alemán de genio indiscutible, es a quien se considera el padre de la guerra química. El segundo ataque de Ypres, en Bélgica, cambió el rumbo de la Primera Guerra Mundial, que hasta ese momento se había distinguido por las llamadas “guerras de trincheras”. Desde hacía meses, franceses y alemanes se atrincheraban en sendas de cientos de kilómetros que no avanzaban ni retrocedían, consumiendo las reservas de ambas naciones. Haber, entonces director del Instituto de Investigaciones Kaiser Wilhelm de Berlín, tuvo la idea de dispersar cloro gaseoso (Cl2), un gas letal más denso que el aire, que podría hundirse en las trincheras y asfixiar a los soldados. Otra ventaja del cloro fue que podía producirse y transportarse con facilidad, ya que era un subproducto abundante de la fabricación de colorantes, y la compañía alemana BASF había logrado almacenarlo en tanques metálicos en lugar de los recipientes de vidrio usuales (Pita, 2014).
Para no contravenir la Declaración de La Haya (que solo prohibía proyectiles), un regimiento de ingenieros desplegó a lo largo de seis kilómetros unas 170 toneladas de cloro desde los mencionados tanques metálicos, provistos de un sistema de dispersión del gas. Haber y un equipo de meteorólogos esperaron durante varios días una corriente de viento que se dirigiera al frente francés y, finalmente, la tarde del 22 de abril de 1915 se dio la orden de abrir los tanques. La nube amarillo verdosa que se formó hizo pensar a los soldados franceses que se trataba de humo destinado a ocultar el avance de la infantería alemana, y se introdujeron en las trincheras para repeler el ataque, de donde ya no pudieron salir (Pita, 2014).
Ese día, el cloro mató a cerca de mil soldados e hirió a otros cuatro mil (Everts, 2015). El éxito del ataque fue tal que sorprendió a los mismos alemanes, quienes no estaban preparados para avanzar a lo largo de toda la brecha que se abrió en el frente enemigo. Desaprovecharon el factor sorpresa, que no se volvió a repetir (Pita, 2014). Al día siguiente, en otro ataque del ejército alemán con cloro, las tropas canadienses a las que se enfrentaron ya portaban pañuelos impregnados en orina como máscaras improvisadas. Las heridas que produjo el cloro quedaron inmortalizadas en numerosas fotografías (Figura 1), y la máscara de protección se volvió el triste símbolo de la Primera Guerra Mundial (Figura 2). La historia consigna que el de Ypres fue el primer ataque con un arma de destrucción masiva, que es el término moderno que describe a las armas diseñadas para dañar al mayor número posible de personas sin que importe si son militares o civiles (Pita, 2011).
Hasta su muerte en 1934, Haber sostuvo que las armas químicas eran una manera de acabar rápidamente conflictos que, de prolongarse, cobrarían un número mayor de víctimas (Friedrich & James, 2017). Esto, a todas luces, no ocurrió en la Gran Guerra. La primera consecuencia del ataque de Ypres fue impulsar a los aliados a producir y usar por cuenta propia cloro y otras sustancias, como el fosgeno, el difosgeno o el célebre gas mostaza, que se usaron extensivamente hasta la firma del armisticio en 1918. Todas ellas causaron un número estimado de cien mil víctimas; al fosgeno se atribuye el 85 % de ellas (Black, 2016). Sin embargo, los mayores efectos de estas armas fueron psicológicos. Además de desorientar a los soldados, lograban disminuir su temple incluso más que el fuego de la artillería. La sensación de sofocamiento causada por el cloro y el fosgeno hacía que muchos perdieran el control y quedaran en conmoción permanente si lograban sobrevivir (Vilches y cols., 2016). El simple rumor de un ataque químico provocaba pánico tanto en las tropas como en la población civil.
Además de tecnologías tales como la aviación militar, los tanques y los submarinos, la Primera Guerra Mundial inauguró la Química Roja, la ciencia de la materia dirigida a someter, incapacitar o aniquilar. De estos esfuerzos perversos surgieron luego sustancias aún más temibles, como los agentes nerviosos, que bloquean la comunicación entre los nervios y los músculos. Uno de ellos, el VX, tiene una dosis letal media 700 veces mayor que la del cloro. Los agentes nerviosos han demostrado su letalidad no solo en tiempos de guerra, sino también en ataques terroristas (Black, 2016) y atentados (Therrien y Roxby, 2018).
El cloro sigue usándose como arma tanto en conflictos internacionales como en ataques de grupos paramilitares o insurgentes. Debido a sus numerosos usos industriales (por ejemplo, en la potabilización de agua), es una sustancia que se consigue muy fácilmente, por lo que su control por parte de organismos internacionales es casi imposible. De hecho, la Convención para la Prohibición de las Armas Químicas (CAQ), firmada por 193 estados, no lo considera en su listado más reciente como sustancia sujeta a verificación. Así, en abril de 2014, se denunció el uso de cloro por parte del ejército de Bashar al-Assad en contra de los rebeldes sirios, a pesar de que este país se había adherido a la CAQ en 2013 (Pita, 2014).
El cloro es un buen ejemplo de la naturaleza dual de las sustancias: pueden emplearse con fines pacíficos o destructivos. Decidirse entre unos u otros fines es solo cuestión de voluntad –y de sentido de poder– de quien diseña, sintetiza y produce sustancias químicas. Aunque existen iniciativas del gremio profesional encaminadas a garantizar que la química se use únicamente para el bienestar de la humanidad (como las propuestas por la IUPAC)(Mahaffy y cols., 2014), finalmente la responsabilidad de cómo se emplea el conocimiento es individual. Por ello se ha planteado que los químicos y los ingenieros químicos en ciernes reciban una educación ética y se adopte un código universal de conducta, que los haga conscientes y responsables del potencial destructivo de su profesión (Sierra-Rodríguez, 2011). En nuestro país, en donde además emular a Walter White o a Jesse
Pinkman (los protagonistas de la serie Breaking Bad) puede ser muy tentador, la educación ética de los futuros químicos es una labor urgente.
REFERENCIAS