Gregorio en persona
Julio Glockner Rossainz
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Gregorio en persona
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LOS VOLCANES SAGRADOS
Julio Glockner
Mitos y rituales en el
Popocatépetl y la Iztaccíhuatl
Punto de Lectura
México, 2012
En octubre del año noventa y siete recibí la llamada de un periodista que filmaba documentales sobre temas latinoamericanos para la televisión francesa. Jean Francois Boyer tenía la intención de preparar un programa sobre el volcán Popocatépetl cubriendo dos aspectos relevantes: el estrictamente vulcanológico, basado en los estudios y pronósticos técnico-científicos, y el cultural, manifestado en el culto al volcán que se practica en algunas comunidades campesinas asentadas en sus laderas.
El ciclo ritual asociado con la agricultura estaba por concluir, sólo faltaba la ceremonia de agradecimiento a los volcanes por las lluvias recibidas durante el año. Viajamos a Santiago Xalitzintla a visitar a don Antonio para saber si accedía a que el documental fuera hecho con escenas de este ritual terminal. Hubo una buena relación entre ellos y don Antonio estuvo de acuerdo, señalando que el periodista debía cubrir una parte de los gastos. Los mayordomos generalmente no asisten a esta última ceremonia, pero el tiempero se siente obligado a realizarla con los recursos que tenga a la mano y sin importar el número de asistentes. La ascensión al volcán Popocatépetl sería el 30 de noviembre, fecha que coincidía con el cumpleaños de su esposa, doña Inés.
Pocos días antes de la fecha convenida fui a ver a don Antonio y me comentó que la ceremonia no se llevaría a cabo en el Popocatépetl sino en la Iztaccíhuatl. El tiempero había soñado que Gregorio estaría de visita con Rosita aquel día y en consecuencia había que entregarle la ofrenda en la Iztaccíhuatl. Llamé por teléfono a Jean Francois para darle la noticia y al día siguiente estaba en Puebla preocupado por la situación. El documental estaba concebido teniendo al volcán activo como protagonista y evidentemente un ritual en otro volcán le restaba interés. Fuimos a Xalitzintla a conversar con don Antonio. El tiempero expuso dos razones para no visitar en esta ocasión el Popocatépetl, una era su sueño, la otra, que una parte del camino estaba seriamente averiada debido a una venida de agua, troncos y piedras que la había destrozado y era imposible pasar por ahí con cualquier vehículo. Boyer ofreció pagar una máquina para arreglar ese tramo. Fuimos a ver el lugar y era imposible que se arreglara en poco tiempo, incluso contratando varias máquinas. El tramo destruido por las fuertes lluvias de ese año obstruía el camino que los campesinos utilizaban desde 1995, como alternativa a la ruta tradicional por el albergue de Tlamacas, que había sido cerrada por las autoridades de protección civil como una medida de precaución. Era un amplio camino de terracería hecho por los saqueadores de madera que permitía avanzar cuesta arriba en el bosque, acortando la distancia con El Ombligo.
Después de una larga conversación que por momentos se convertía en una súplica, Jean Francois logró convencer al tiempero y don Antonio accedió a subir al Popocatépetl, considerando la facultad de traslación que tienen los volcanes. El mismo argumento que había servido para cancelar la posibilidad de visitar el Popocatépetl, ahora servía para retomarla: Gregorio podía trasladarse desde la Iztaccíhuatl hasta el lugar donde nosotros estuviéramos para recibir la ofrenda. Pero el otro problema no había sido resuelto ¿Cómo llegar al lugar sagrado a depositar la ofrenda? Le sugerí a Jean Francois hablar con el doctor Meli, entonces director del Centro Nacional para la Prevención de Desastres, para que explorara la posibilidad de subir por la antigua ruta de Tlamacas. Desde diciembre de 1994 en que el volcán inició su actividad eruptiva, las autoridades habían prohibido el acceso a menos de siete kilómetros del cráter. El Ombligo se encuentra a un kilómetro de distancia. El Centro Nacional para la Prevención de Desastres no desconocía que los campesinos continuaban haciendo sus ceremonias entrando por otras rutas. Yo mismo fui invitado a dar una conferencia en ese organismo de protección civil y hablé de la continuidad de los rituales. Este antecedente me dio la confianza para comunicarme con el doctor Meli por teléfono y solicitarle el acceso por Tlamacas. Entendiendo la responsabilidad que tenía y lo difícil que le resultaba tomar una decisión, le propuse escribir una carta en la que nos haríamos responsables de nuestras propias vidas. El funcionario no admitió mi idea pero encontró una solución: lo único que puedo hacer, me dijo, es no darme por enterado de sus planes, pero quiero que vayan acompañados por dos expertos en salvamento de montaña. Al mismo acuerdo llegó con el periodista francés. Era una solución generosa e inteligente que dejaba satisfechos a todos.
Aquel año la actividad del volcán había sido particularmente intensa. En junio se había registrado una creciente actividad sísmica que culminó con fuertes explosiones y una enorme columna de ceniza que alcanzó una altura de 10 kilómetros por encima del cráter. Fue cuando cayó ceniza en la ciudad de México y hasta el presidente de la república, con su aparatosa comitiva, fue a dar a Santiago Xalitzintla preocupado por la situación. La gente de Santiago, más que agradecerle a Zedillo su preocupación, le agradecía al volcán el hecho de haber llevado un presidente “a conocer el pueblo”.
El 30 de noviembre, después de tomar una taza de atole y unos frijoles con tortillas preparadas por doña Inés, salimos rumbo al Ombligo del Popocatépetl en una camioneta y un pequeño camión de redilas alquilado en el pueblo. Los días anteriores había nevado y con el viento se formó una resbalosa capa de hielo en los arenales del cono volcánico. La ascensión hasta el paraje conocido como Las Cruces fue realmente penosa, pero más lo fue el descenso hacia El Ombligo. Doña Inés, que no se había recuperado del todo de un crónico padecimiento pulmonar, tenía dificultades para respirar. La superficie era tan resbaladiza que los niños y las personas que traían zapatos de plástico se los quitaron para afianzarse mejor al piso helado con los pies desnudos. La blancura resplandeciente de la nieve de pronto se convirtió en una amenaza. Nos caíamos constantemente y los niños en varias ocasiones soltaron sus zapatos que se deslizaban por la pendiente decenas de metros abajo. Era tan fatigoso y difícil caminar que cuando veíamos el calzado de los niños allá abajo la zozobra aumentaba hasta la angustia. Las risas nerviosas del inicio comenzaron a convertirse en susto y llanto. Gustavo Ávalos, de San Nicolás de los Ranchos, bajó una y otra vez a recoger los zapatos. Los socorristas enviados por el doctor Meli hicieron un excelente trabajo psicológico para darle confianza a quienes estaban atemorizados y al mismo tiempo organizaron un descenso seguro, atando a los niños por la cintura con una cuerda y a los adultos que llevábamos botas nos mandaron a caminar adelante, en hilera y pisando fuerte a fin de crear huecos en la nieve que sirvieran como escalones.
El Ombligo va a estar lleno de nieve –me dijo don Antonio– y los niños no van a aguantar el frío en los pies. Vamos a decirle a este señor que esas piedras que están allá abajo son El Ombligo y ahí hacemos la ceremonia. Le respondí que no había necesidad de engañarlo, que bastaba con que él tomara la decisión de que el rito se hiciera en otro sitio para que todos lo obedecieran sin ninguna objeción. Así se hizo. El nuevo lugar, que desde entonces se ha incorporado al ceremonial como un sitio alternativo, está formado por una gran roca con una cara plana que permite su función como mesa ritual. Desde ahí puede verse el gigantesco cuerpo tendido de la Iztaccíhuatl al norte, lo que no sucede estando en El Ombligo.
El lugar se limpió y purificó con humo de copal, se colocaron flores, se rezaron y cantaron las oraciones y alabanzas acostumbradas. Después, don Antonio comenzó a depositar la ofrenda. Justo cuando estaba haciendo sus invocaciones, hincado y sosteniendo los alimentos ofrendados con ambas manos, apareció en el camino por el que habíamos llegado, avanzando lentamente en la nieve y dirigiéndose hacia donde estábamos, un hombre pobremente vestido, con una chamarra roja y el cabello y las barbas entrecanas agitadas por el viento. Imposible no conmoverse ante aquella súbita aparición y no pensar en Gregorio Popocatépetl. Por fortuna Lorena González, alumna de antropología, llevaba una cámara y tomó una fotografía del personaje en el momento que se acercaba. Con una sonrisa y una mirada que revelaban una especie de extravío, el hombre se detuvo de pronto, a una distancia que no lo incorporaba al grupo pero tampoco nos hacía sentirlo distante.
Tengo la idea de que alguien se acercó a preguntarle de dónde venía y que el hombre respondió “de las microondas”, es decir, de las antenas de televisión que están situadas hacia Paso de Cortés, hacia la Iztaccíhuatl, al norte de donde estábamos. Sea o no exacto este recuerdo, lo fascinante era que la presencia de aquel hombre en esa circunstancia coincidía con el sueño de don Antonio y con la cualidad que tienen los volcanes para adquirir un aspecto humano y trasladarse de un lugar a otro.
Doña Inés le ofreció café, un plato de mole y tortillas, él los aceptó y comió con buen apetito, después, con señas, pidió que le sirvieran más. Ahora estaba entre nosotros pero se sentía una distancia espiritual, anímica, como sucede con un extranjero que no conoce una palabra de nuestro idioma pero que sonríe con cierta condescendencia para no generar una mutua exclusión. La ceremonia continuó con la danza de los listones y la varilla que en esta ocasión me tocó sostener, de modo que terminé con un buen dolor en la cintura. No obstante, haber estado en el centro del baile me permitió observar el rostro satisfecho y sereno de aquél hombre mientras los danzantes giraban divertidos en tono a la varilla. Doña Inés recordaría después que un cuervo estuvo volando en círculos durante un rato encima de nosotros. Se cantaron las alabanzas de despedida y con un ánimo de satisfacción y gozo, tan distinto del que tuvimos al llegar, comenzamos a descender por la ladera, dejando ahí los alimentos ofrendados a los volcanes.
Algunos días después doña Inés me comentó que se había sentido culpable por pensar que el hombre se comería la ofrenda cuando nos retiráramos de ahí. Pero no fue así porque se regresó con nosotros, caminando más cerca de los niños que de los adultos. Cuando llegamos al sitio donde estaban los vehículos decidió subir al camión de redilas y acompañarnos hasta el pueblo, pero poco antes de llegar, ya en la oscuridad de la noche, pidió que lo bajaran y en Xalitzintla nadie más lo volvió a encontrar. Don Antonio comentó unos días después que el hombre le había dicho que estaría en Veracruz en quince minutos. Gustavo dijo que lo vio al día siguiente en San Nicolás, cerca de la tienda de su familia, y que se arrepentía de no haberle ofrecido un refresco o una fruta. Hasta ese momento, que yo recuerde, nadie había dicho explícitamente que aquel personaje era Gregorio Popocatépetl.
Como es costumbre, las visitas rituales a los volcanes terminan en casa de don Antonio con una cena, que en esta ocasión había preparado doña Anselma, quien por problemas de salud no había ido con nosotros. Yo me fui a la cocina a cenar con ella y a platicarle lo que había sucedido, los niños también estaban allí, sentados en pequeños bancos y en cajones de madera. Mientras doña Anselma llenaba los platos que se llevaban al comedor, le comenté la aparición del hombre en el momento de colocar la ofrenda y le describí su aspecto físico y su indumentaria. Entonces ella mencionó por primera vez la posibilidad de que fuera “don Goyo”. De inmediato los niños hicieron valer esta versión diciendo que, al regreso, el hombre iba caminando delante de ellos y que sus pies no dejaban huellas en la arena. Ante ese argumento doña Anselma reafirmó su idea: ¡Sí era don Goyo! Aquella situación fue para mí tan conmovedora como la aparición del hombre en el volcán, pues me tocaba presenciar el momento de la retroalimentación de un mito. Con el paso de los años, cuando tal vez doña Anselma y yo hayamos muerto, esos niños estarán casados, tendrán hijos y seguramente les comentarán que un día vieron al volcán en persona, durante una ceremonia cerca del cráter, caminando lentamente en la blancura de la nieve, sin que sus pies dejaran huellas.
Jung decía que la conciencia del hombre moderno estaba orientada principalmente hacia lo externo, a las demandas de la vida diaria y que había olvidado el contacto con las fuerzas interiores. Decía que los mitos, cuando son leídos correctamente, podían devolvernos ese contacto olvidado. En un lenguaje de imágenes, los mitos y los sueños nos hablan de poderes de la psique para que podamos reconocerlos e integrarlos a nuestras vidas. Es necesario un diálogo con estas imágenes, un diálogo simbólico, ritual o estético, para convivir con ellas y compartir la sabiduría que contienen.
¿Qué tienen que decirnos los mitos de los volcanes a nosotros, gente de la ciudad? ¿Qué tienen que decirnos los campesinos que los han repetido durante siglos y que sueñan con las montañas? En primer lugar que los volcanes están vivos y con ellos el cosmos entero. Que esa vida es un don que se nos obsequia y que muy pocas veces sabemos apreciar. Nos dicen que generan la lluvia, ¡ni más ni menos que la lluvia! “¿A dónde hemos llegado –decía Tarkovski– que la gente me pregunta qué significa la lluvia en mis películas?” La lluvia simplemente es, y los mitos nos remiten a ella, al agua primigenia y a los alimentos que son posibles gracias a que cae del cielo. Pero los mitos nos aproximan también a un complejo ritual, nos acercan a una milenaria tradición que rinde culto a la naturaleza porque no ve en ella un simple recurso a explotar, sino más bien una fuente de vida con la cual debemos entendernos armónicamente porque a ella pertenecemos. Por último, los mitos nos permiten apreciar un lenguaje que hemos olvidado, el lenguaje de los sueños. Hemos desacreditado y desconfiado banalmente de nuestros sueños. Si todas las mañanas sentimos que hemos sido arrojados al mundo, es porque venimos de una dimensión que debemos volver a valorar en toda su profundidad.
Julio Glockner
Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”, BUAP
julioglockner@yahoo.com.mx