Sincrotrones y biblias: una mirada a la obra de Gutenberg



Raúl Marcó del Pont Lalli
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Cinco siglos antes que nerds exitosos, como Steve Jobs o Bill Gates, se convirtieran en influencers tecnológicos, Johannes Gutenberg inventó un “dispositivo” que, para los ritmos de difusión de la tardía Edad Media, se volvió “tendencia” con sorprendente velocidad.

     Como muestra de la “viralidad” de su ingenio, uno de sus biógrafos, el historiador británico John Man (2009), hizo las cuentas: antes de que Gutenberg se pusiera manos a la obra, hacia 1450, todos los títulos disponibles en Europa (unos pocos miles, por cierto) podrían haberse transportado en un solo carromato. Cincuenta años después de puesta en marcha la imprenta, los títulos ascendían a decenas de miles y los volúmenes individuales a millones. Hoy los libros salen de las imprentas a un ritmo de 10,000 millones al año.

     Pero no se trata solo de celebrar un invento por su capacidad de producir cantidades inimaginables de objetos. Hay muchos más resultados a largo plazo de esta idea revolucionaria. El periodista norteamericano Jeff Jarvis considera que este invento dio lugar a una gran excepción histórica cuyo modelo está (o estaba hasta hace muy poco) regido por las prácticas e instituciones a las que dio lugar la cultura impresa, como son la permanencia, la materialidad, la autoría y la autoridad. Y así se abrió lo que Jarvis llama el paréntesis de Gutenberg, entre el largo pasado oral y el nuevo momento digital.

     Y a pesar de esta enorme relevancia, no tenemos registro de cuándo nació Johannes Gensfleisch zur Laden zum Gutenberg, o Johannes Gutenberg, ni sabemos a ciencia cierta qué nombre recibió al nacer, tampoco si se casó o tuvo hijos. Como era común en el siglo XV, algo que desconcierta a nuestro mundo ahogado en imágenes, tampoco tenemos un retrato confiable suyo. El más reproducido (Figura 1), una xilografía de un anciano mirando a la derecha, con la barba cuidadosamente arreglada y una boina plana, se usa en el mismo volumen donde aparece originalmente para retratar a varios personajes más, como el obispo Remigio de Reims (Füsller, 2018: 11).

     A pesar de que sus obras impresas rebosan maestría, comparadas incluso con los manuscritos medievales que lo inspiraron, tampoco contamos con evidencia de su formación o sus estudios. Y aunque nos legó algunas joyas editoriales jamás superadas, no han llegado hasta nosotros registros de cómo elaboró una tinta más negra que la noche y de un color durable que no logran ni siquiera las actuales, y tampoco cómo fundió sus majestuosos tipos. Y si algo faltaba en este brumoso cuadro, es una vida consumida por las paradojas: ambicionaba la reunificación de la cristiandad, pero su invento ayudó a hacer añicos el frágil e inestable equilibrio religioso medieval. También buscó de mil maneras hacer fortuna, para lo que, como veremos, no le faltaban ingenio y ambición, pero la prosperidad terminó dándole la espalda (Man, 2002).

     Sin embargo, siendo prácticamente un espectro, 550 años después de aparecida su deslumbrante Biblia de 42 líneas (B42) (Figura 2), un grupo internacional de periodistas que buscaba a las personas que habían cambiado al mundo (para bien, se entiende) consideró a Johannes Gutenberg el “hombre del milenio” (Füssel, 2005: 7).

     Los magros archivos disponibles, en buena medida con fallos judiciales, nos han proporcionado solo una imagen nebulosa, fragmentada, de este personaje, lo que ha favorecido muchas veces su mitificación. Sin embargo, para nuestra fortuna, ahí están sus obras, muchas efímeras, como las indulgencias, pero, sobre todo, sus biblias, que, desde inicios de la modernidad, han sido escudriñadas obsesivamente, diseccionadas con una testarudez infinita, e interrogadas de manera minuciosa y perspicaz.

     Y en esta búsqueda, los especialistas han echado mano de todas las técnicas disponibles, más allá de su interminable búsqueda en archivos. Los esfuerzos más recientes utilizan sincrotrones, aceleradores de partículas para estudiar la materia y sus propiedades, diseñados para entender el origen del universo, algo que cuesta asociar con la B42. Estas instalaciones permiten que las partículas se desplacen a gran velocidad y las guían en su trayectoria utilizando campos electromagnéticos que emiten un tipo de radiación –llamada ‘luz de sincrotrón’– con la que se puede observar con gran nivel de detalle todo tipo de materiales vivos o inertes, sin afectarlos.

     El siguiente texto relata algunos de los resultados, asombrosos, sin duda, que ha aportado el uso de este poderoso instrumento del siglo XXI, para comprender mejor un trabajo artesanal del siglo XV.

 

UNA RUTA DE SEDA PARA EL PAPEL

 

El papel tenía un prolongado linaje antes de llegar a Occidente, ocho siglos después de que los chinos elaboraran, al menos desde el siglo II d.C, los más diversos productos, desde lámparas hasta vestidos (Tsien, 1985).

     A través de la Ruta de la Seda, esa maraña de caminos que, desde al menos un siglo antes de Cristo, permitió el flujo constante de mercancías, personas e ideas entre China, el Sudeste Asiático, el Mediterráneo y la costa oriental de África, el papel viajó para alcanzar primero Bagdad y El Cairo. Y con la expansión del islam, se hizo presente en el norte de África, en Sicilia y en Gibraltar hacia el siglo IX de nuestra era. En España, por ejemplo, tan temprano como en el siglo X, los musulmanes que habitaban la península lo utilizaban regularmente, como deja constancia el primer misal en parte en papel, en parte en pergamino, que se resguarda hoy en el monasterio de Santo Domingo de Silos, en Burgos (Avrin, 1991).

     Y con la fluorescencia de rayos X del sincrotrón fue posible desempolvar las características y procedencia del sustrato sobre el que se imprimieron las B42. Para ello se pudo echar mano de parte de las 49 biblias sobrevivientes (White, 2017), desafortunadamente no todas completas, once que acabaron en los Estados Unidos de América, y las del Vaticano y la Universidad de Sevilla. Y como ha sido norma al escudriñarlas a nivel atómico, se demostró que Gutenberg, aunque tenía producción cercana, prefirió el papel más apreciado de la región del Piamonte, que le llegó a través de un largo camino a lomo de mula hasta Basilea, para posteriormente embarcarlo en su recorrido por el Rin (Avrin, 1991).

     El detalle al que se ha llegado a través de estas pesquisas permite que sepamos que proviene de, al menos, tres molinos, identificados por sus filigranas que, como marcas de agua invisibles, aparecen en los pliegos (Figura 3). Y el detalle buscado llevó a los especialistas a saber que en casi tres cuartas partes de las B42 usó papel con una marca de cabeza de buey, mientras que en una quinta parte aprovechó la que se identificaba con un racimo de uvas, y la restante décima parte tenía como rasgo propio el cuerpo completo de un buey.

     El que fueran tres diferentes suministros se debió, muy posiblemente, al resultado de un proceso de producción que se fue ajustando conforme avanzaba la impresión y los tropiezos de un proceso novedoso, como lo muestra una hoja impresa sobre la que se derramó la tinta del ilustrador (Figura 4). Esto es entendible si se piensa que la Biblia, a pesar de que era un objeto conocido, jamás se había impreso, lo que significaba que su “mercado” ni siquiera existía, y en un mundo regido por tradiciones conservadoras, la posibilidad de aceptación de lo nuevo era todo menos segura.

     Sin embargo, tuvo un sorprendente recibimiento. Aenas Piccolomini, antes de ser mejor conocido por su nombre papal, Pío II, visitó los talleres de Gutenberg (de esto sí hay registros) y, además de quedar maravillado por lo que tenía frente a sus ojos (“un texto absolutamente libre de errores e impreso con extrema elegancia y precisión” y que pudo leer “sin dificultad y sin la ayuda de anteojos”), quiso obtener algún ejemplar para enviárselo al entonces cardenal Juan de Carvajal. A pesar del poder del personaje, el incipiente mercado editorial le había ganado la partida y los 158 o 180 ejemplares (el futuro pontífice menciona ambas cifras) ya estaban vendidos, un preludio de lo que sería nuestra impresión bajo demanda. No dispuso de ejemplares para el futuro papa, pero Gutenberg le había hecho llegar muestras al emperador, por lo que no podemos acusarlo de falta de perspicacia comercial.

 

UNA TINTA TAN NEGRA COMO LA NOCHE

 

Hacer tinta en la década de 1450 no era ninguna novedad a pesar del carácter arcano de su práctica, y se había usado profusamente desde hacía tres o cuatro mil años. Las había de polvo de carboncillo, metálicas, con hierro y taninos, e incluso provenientes de calamares o pulpos. Pero era necesario resolver aspectos prácticos, algo en lo que Gutenberg, ahora lo sabemos con claridad, fue excepcional.

     No era lo mismo escribir o pintar sobre papiro o seda, incluso sobre el delgado papel chino, que hacerlo bajo la presión que ejerce una prensa. De hecho, un problema similar ya lo habían enfrentado los escribas cuando resultó que las antiguas tintas que servían para iluminar los papiros no se fijaban bien en el pergamino. En el caso de nuestro artesano, tenía que ser mucho más pegajosa, pero no tanto que dañara el papel al despegarlo de la presión impresora, ni tan líquida que se escurriera y llenara los huecos de, por ejemplo, las letras o, las a y las e. Como en el caso del papel, a las tintas de las B42 se les han aplicado todas las posibilidades disponibles. Para que las dudas se pudieran comenzar a disipar fue necesario echar mano, otra vez, del invento de ciencia ficción que venimos relatando, el sincrotrón.

     Esta herramienta se ha usado en innumerables trabajos de asuntos que podríamos considerar “culturales” y no solo de astronomía o física interestelar, como la arqueología del genoma de nuestros antepasados neandertales, la forma de producción precisa de la porcelana Ming, falsificaciones como el mapa de Vinlandia y la llegada vikinga a América antes de Colón, entre otros.

     El sincrotrón del laboratorio nuclear Crocker, en Davis, California, bombardeó durante cinco años a la B42 para exprimirle sus secretos. Sabemos que los impresores utilizaban tintas de aceite y negro de humo, pero eso no le resultaba suficiente a nuestro herrero de Maguncia.

     Los investigadores estadounidenses recuerdan que al poco tiempo de analizar por primera vez su tinta, descubrieron que es inusualmente rica en compuestos de plomo y cobre, una marca indiscutible de su autoría. Y es posible que la composición singular sea la razón de la brillantez y la negrura que conserva su impresión hasta hoy.

     En el Medioevo, los escribas utilizaban tinta negra o pardusca. La tinta negra se hacía mezclando carbón vegetal o negro de lámpara con goma arábiga y cola. Para obtener tinta parda, trituraban las nueces de castaña para convertirlas en polvo y las disolvían en agua, después añadían sulfato ferroso (vitriolo verde) y goma arábiga a la solución para inducir una reacción química. Para ser adecuada para la impresión, la tinta tiene que adherirse fácilmente al tipo de metal y secarse rápidamente. Por este motivo se utilizaba barniz de aceite de linaza como solución, imitando las pinturas al óleo. Se ha descubierto que Gutenberg utilizaba tinta que contenía negro de humo y aceite de linaza, así como aceite de nuez, aceite de trementina, resina de pino, cinabrio y otras sustancias. La tinta se producía hirviendo estos materiales, pero la imprenta mantenía en secreto su método de fabricación (Martínez-Val, 2005).

 

LA FORMA SÓLIDA DE LA PALABRA

 

Veamos ahora cómo resolvió Gutenberg el tercer problema que enfrentó con la B42, el de la tipografía, y qué nos dicen las nuevas investigaciones.

     La necesidad de ahorrar espacio se hace evidente en el uso de los tipos ideados por nuestro impresor, a pesar de los amplios márgenes que eran un estándar en los manuscritos que le sirvieron a Gutenberg de modelo. Para llevar a cabo la composición tipográfica de la B42 podía haber trabajado con dos lotes de 23 letras, mayúsculas y minúsculas, respectivamente. Pero para lograr la sorprendente alineación a la derecha de las líneas, un tema que consumió buena parte de la atención de los tipógrafos en el taller del maguntino, era necesario unir las distintas letras entre sí.

     Por ello se utilizaron 290 tipos distintos, 47 mayúsculas y 243 minúsculas en distintas variantes, más anchas o estrechas, así como diversos signos de puntuación. El ahorro de las mayúsculas es notorio al no usarlas, incluso, en nombres sagrados. Y las mayúsculas más usadas (C, E, N, R) presentan ligeras variaciones, lo que significa que se retocaron en distintas ocasiones (Füssel, 2018: 42).

     Hasta finales del siglo pasado la narrativa se había establecido sin duda en este ámbito transformador. Letras y signos individuales, caracteres o símbolos en relieve, invertidos para aparecer de forma adecuada después de la presión de la prensa sobre el papel, podían servir para imprimir incontables veces debido a la aleación con la que estaban compuestos: 83 % de plomo, 9 % de estaño, 6 % de antimonio y un 1 % de cobre o hierro (Füssel, 2005: 16).

     Para sorpresa de muchos, a principios de este milenio, dos estudiosos, el bibliógrafo Paul Needham y el físico Blaise Agüera y Arcas, a través del análisis de fotos digitales de alta resolución y programas de análisis matemáticos, compararon cada una de las letras usadas por Gutenberg y llegaron a la sorprendente conclusión de que, técnicamente hablando, los tipos utilizados en la Biblia de Gutenberg no eran móviles. De hecho, no hay en esta obra dos letras iguales.

     Si se examina de cerca, cada letra tiene un aspecto ligeramente distinto (Figura 5). Esta variación sugiere que fue la arena y no el metal el medio en el que Gutenberg fundió por primera vez los tipos, lo que a su vez significa que las letras eran demasiado blandas para reutilizarlas en varios libros.

     La monumental Biblia de Gutenberg, como han puesto al descubierto los resultados de búsqueda en archivos, luz de sincrotrón y matemáticas complejas, resultó el producto transformador de un genio que, como nos lo hizo saber John Man (2002: 227-228), debió igualar las obras de los escribas y superarlas en precisión sin que la revolución que estaba llevando a cabo resultara evidente, porque de otra forma, en un mundo profundamente encerrado en sus convicciones, nadie la compraría.

     Aunque resulte increíble, más de medio milenio después de producida, sigue maravillándonos no solo por lo que vemos en sus páginas, sino por aquello que ha estado escondido a plena vista.

 

REFERENCIAS

 

Avrin L (1991). Scribes, script and books. The book arts from Antiquity to the Renaissance. American Library Asocciation, The British Library.

Agüera y Arcas B (2003). Temporary Matrices and Elemental Punches in Gutenberg’s DK type. En Jensen K (ed.), Incunabula and Their Readers. Printing, Selling, and Using Books in the Fifteenth Century. Londres: British Library.

Füssel S (2005). Gutenberg and the impact of print (trad. Douglas Martin). Ashgate.

Füssel S (2018). La Biblia de Gutenberg de 1554. Taschen.

Gómez Morón A, Santos Navarrete M, Campoy Naranjo M y Polvorinos del Río Á (2015). Caracterización del papel y las tintas de la Biblia de Gutenberg de la Universidad de Sevilla. Actas del XI Congreso Nacional de Historia del Papel en España (pp. 499-512). Asociación Hispánica de Historiadores del Papel. Archivo General de Indias.

Jarvis J (2023). The Gutenberg Parenthesis: The Age of Print and Its Lessons for the Age of the Internet. Bloomsbury Academic.

Man J (2002). The Gutenberg Revolution. The story of a genius and an invention that changed the world. Headline Review.

Martínez-Val J (2005). Gutenberg y las tecnologías del arte de imprimir. España: Fundación Iberdrola.

Tsien T-H (1985). Paper and printing (part I). En Needham J., Science and civilisation in China. Vol. 5. Chemistry and chemical technology. Cambridge University Press.

White EM (2017). Editio Princeps: A History of the Gutenberg Bible. Harvey Miller Publishers.

 

Raúl Marcó del Pont Lalli
Instituto de Geografía
Universidad Nacional Autónoma de México

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