Bajamos
las escaleras del hotel cuando todavía estaba oscuro. El
día anterior habíamos acordado con un lanchero
que nos
llevaría a un recorrido por el Ganges. Queríamos
ver el
amanecer. La lancha se deslizaba silenciosa río abajo hacia
los
principales ghats
de Varanasi. Desde que salimos del Asi
Ghat, notamos
una especial efervescencia en la margen oeste del río, donde
se
erige la ciudad. Grupos de mujeres llegaban envueltas en sus coloridos
saris; caminaban a buen paso sosteniendo en la cabeza sus pertenencias
y cantaban. Venían en peregrinación desde lugares
lejanos
–caminando día y noche– para
bañarse en las
aguas sagradas del Ganges y recibir los primeros rayos del sol.
Según el hinduismo, las abluciones y las plegarias matutinas
ante el sol naciente limpian los pecados y dejan atrás el
sufrimiento de generaciones. Había hombres y mujeres de
todas
las edades; con el torso desnudo, se zambullían varias veces
en
el agua; otros llenaban sus vasijas de metal, las ofrecían
al
sol y vaciaban el contenido sobre la cabeza o tomaban sorbos del agua
purificadora.
Pasamos frente a varios ghats, los espacios
que
ocupan las escalinatas por las cuales se desciende a las
plácidas aguas del Ganges en tiempo de secas. El disco rojo
del
sol comenzó a elevarse –empañado por la
bruma del
amanecer– en la otra orilla del río, donde las
abundantes
y lodosas aguas alimentadas por el monzón se extienden a sus
anchas durante el verano. Cerca de uno de los ghats, nuestro lanchero
indicó que allí se ubicaba el crematorio de gas,
donde
son incinerados por tan solo quinientas rupias los pobres, cuyas
familias no cuentan con el dinero para pagar la leña de la
pira
funeraria. Bajo la construcción, de donde
sobresalía una
gran chimenea, esparcidas en diversos niveles, vimos también
unas hogueras. Se distinguían varios túmulos que
seguramente habían ardido durante la noche.
Continuamos el viaje mientras la
tímida luz
del sol iluminaba la orilla. Callábamos; solo se escuchaba
el
chasquido de los remos en el agua y los disparos de las
cámaras.
Nuestro guía se acercó a una lancha y un hombre
le
entregó pan, un envoltorio pequeño hecho con hoja
de
betel que encierra una mezcla de tabaco y especias. Se llenó
la
boca y masticaba lentamente. Si le hacíamos una pregunta nos
contestaba levantando el mentón, un gesto propio de los
consumidores de pan, que les permite hablar sin que se les caiga de la
boca entreabierta su contenido.
De pronto, el lanchero nos
pidió que
guardáramos la cámara, porque no estaba permitido
tomar
fotografías; habíamos llegado al Manikarnika Ghat,
el
otro sitio de incineración de los cadáveres,
mucho
más grande e imponente, donde se notaba mucha actividad, aun
en
las primeras horas del día. Había gente
trabajando en las
escalinatas y alrededor de varios túmulos. Vimos varias
barcazas
repletas de la leña que se emplea para quemar los cuerpos.
La
lancha se acercó a la orilla y descendimos. Apoyé
el pie
derecho con cuidado encima de la tierra húmeda de la orilla,
revuelta con basura, con un poco de repulsión y con miedo a
ensuciar mis tenis de tela. Me así de la mano de quien
sería nuestro guía en tierra firme. Él
nos
saludó amablemente y comenzó su
explicación
mientras caminábamos hacia arriba. Pasamos juntos a lugares
donde las hogueras ya se habían consumido hacía
varias
horas, pero seguían humeando. En otro espacio, unos hombres
estaban recogiendo las telas color naranja con el borde dorado que
cubren el cadáver y los palos de bambú que sirven
para
transportar al difunto, que no se queman porque están
todavía frescos. Amontonaban todo a la orilla del
río.
Escuchaba algunas de las palabras del guía y a veces no lo
entendía. Estaba interesada en sus explicaciones, pero al
mismo
tiempo demasiado atraída por lo que aparecía ante
mis
ojos.
Unos perros estaban
plácidamente dormidos en
un claro donde la ceniza había sido recién
removida,
aprovechando –en una mañana bastante
fría– el
suelo todavía tibio. Muchas personas, decía el
hombre,
esperan la muerte en Varanasi, anhelan morir y ser incinerados
aquí; otros, que mueren lejos, son transportados en
avión
o en tren y son acompañados por sus familiares
–encargados
de cumplir su último deseo– a su destino final. Al
arrojar
al río de la ciudad de Shiva los restos de su cuerpo
consumido
por el fuego, aseguran su redención, la
liberación del
ciclo imperdurable de vida, muerte y reencarnación, y la
posibilidad de alcanzar el moksha: la absolución eterna.
Varios
esa mañana ya iban navegando río abajo;
habían
logrado romper la interminable cadena de las reencarnaciones y no
volverían a nacer, vida tras vida, para redimir sus culpas.
Aseguró que los leprosos, los niños antes de los
doce
años y los sadhus,
hombres que han renunciado a todo y viven de
limosna, no deben ser incinerados, sus cuerpos son entregados al Ganges
para que sea el río el que se encargue de sus exequias.
Día y noche, sin descanso,
cientos de
cadáveres son quemados en las piras funerarias, a veces
hasta
cuatrocientos por día, decía. ¿146,000
al
año? Tal vez no tantos, pero miles cada año, aun
en
tiempos de lluvias, porque cuando sube el nivel de las aguas las
hogueras se encienden lejos de la margen del río.
A unos cuantos metros, un grupo de
hombres rodeaba a
un difunto; el cuerpo, envuelto en una sábana de manta,
yacía sobre la leña apilada. La leña
más
fina –y más cara– es la de
sándalo, porque
desprende al quemarse el olor que agrada a los dioses. De la
elección de la madera y los adornos depende el precio de la
ceremonia, que varía entre cinco y diez mil rupias. La
preparación del cadáver para la
cremación requiere
de mucho cuidado. El cuerpo es lavado y ungido con aceites perfumados.
Una vez que es colocado encima de la pira, lo untan abundantemente con ghee,
la mantequilla que acelera la combustión, y lo cubren con
aserrín de maderas también aromáticas.
Un hombre
semidesnudo, con la cabeza rapada y una manta enredada alrededor de la
cintura se acercó con un manojo de paja ardiendo, con el
cual
prendió fuego a la leña. En pocos minutos, las
llamas
rodearon el cuerpo. Me parecían los restos de una persona
joven,
a juzgar de los pies, blancos y aseados; eran pequeños,
pensé que tal vez eran de una mujer.
El grupo de parientes que
acompaña al muerto,
suele permanecer en la ciudad. Al terminar el rito, todos los
participantes deben afeitarse la cabeza en señal de luto.
Dejan
sus cabellos ahí mismo, en las cubetas que los encargados de
esta tarea llenan con rizos de color negro azabache. Después
de
varios días ofrecen una comida y
–purificados–
regresan a sus casas.
En otro punto del recorrido, dos hombres
hurgaban
entre la ceniza tibia en busca de algo: las piezas de oro que el fuego
abrasador no consume. Las joyas que atavían y embellecen a
las
mujeres, que en la vida y en la muerte son distintivo de
género
y las diferencia de los varones, no son lanzadas al agua con las
reliquias. Anillos, aretes, pulseras, cadenas, tobilleras de oro que
las acompañaron hasta el último momento de su
existencia,
ya son propiedad del dueño del ghat, quien las revende en el
mercado.
En ese momento bajaban las escaleras dos
hombres
sosteniendo un cadáver envuelto en una tela amarilla,
acostado
sobre una camilla de bambúes. Llegaron a la orilla y
sumergieron
varias veces el envoltorio en el Ganges. Una última vez, el
cuerpo exangüe se bañaba en las aguas redentoras;
quién sabe en cuántas ocasiones lo
había hecho en
vida; cuántas veces había ofrecido sus plegarias
y se
había sumergido en el cuerpo de la diosa Ganga. O
quizá
era la primera vez, el momento esperado durante toda una vida.
Empapado, fue recostado sobre los escalones para que el agua escurriera
antes de ser colocado sobre la pira.
El guía nos tenía
reservada una
noticia: el fuego que enciende las piras funerarias se había
prendido por vez primera tres mil años atrás; mil
años antes del nacimiento de Cristo. Las llamas primigenias
habían ardido desde entonces sin apagarse.
Podríamos
admirar el fuego eterno si lo seguíamos hasta arriba, en el
edificio que lo resguarda. Me encantó la idea de conocer
algo
que había existido desde hace tanto tiempo, pero la
fascinación se esfumó cuando estuvimos ante el
bracero
–donde ardían unos troncos de gran
tamaño– y
se presentó el encargado del fuego eterno. Tomó
la
palabra para explicarnos que nos encontrábamos en un lugar
sagrado, donde nuestras culpas se disolverían por las
plegarias
que ellos, vigías del fuego, elevarían a los
dioses a
cambio de nuestras contribuciones, entre mil y dos mil rupias por
persona. La solemnidad y el respeto que infunde un lugar donde las
almas de los difuntos emprenden su último viaje hacia la
eternidad, quedan purificadas de todas las faltas cometidas y absueltas
del círculo de las reencarnaciones, se diluía
ante la
petición del encargado, quien se dirigió a cada
uno de
los presentes, acorralados contra la pared, con un tono cada vez
más amenazante, pues veía que de nuestra cartera
solo
había salido un único billete de quinientas
rupias. Mi
hija no tenía dinero y lo dijo; entonces, yo, preocupada,
extraje rápidamente otro billete para ella. Totalmente
inconforme, no quería dejarnos ir. Con firmeza dijimos que
no
estábamos dispuestos a dar más dinero y nos
fuimos
atrás del edificio, acompañados de nuestro
guía
que se había mantenido al margen de la discusión.
Vimos
montones de troncos apilados en espera de cumplir con su tarea y se nos
indicó que podíamos tomar fotografías,
pero no
había mucho que fotografiar y emprendimos el regreso a la
lancha.
Consideraba las quinientas rupias como
una
cooperación forzada, una suerte de pago de un boleto para un
espectáculo que me parecía sumamente interesante
y
atractivo para alguien tan ajeno al culto hindú de los
muertos.
Un espectáculo que se desplegaba en un escenario donde
actuaban
su propio y auténtico drama autores genuinos, ensimismados
en su
propio duelo, quizá un poco fastidiados por la presencia de
forasteros mirones, pero finalmente acostumbrados a la curiosidad
totalmente ajena a lo que allí se representa. Sin
aflicción, sin sentimiento, si acaso con un poco de
simpatía y empatía con el difunto y hacia
aquellos que
presiden un rito que en el fondo –en su exotismo
extremo–
no es tan diferente. En todo caso, me pareció más
sugestivo conocer Manikarnika
Ghat, que asistir al espectáculo
de danza –montado también para turistas–
al cual,
con la misma intención, fuimos llevados en Kayuraho por
nuestros
amigos Kaloo, experto conductor de un rikshaw que
alquilamos durante
nuestra estancia en el pueblo, Sachim y Hamman.
El cuerpo que dejamos esperando su turno
en los
escalones, ya estaba envuelto en llamas. ¿Cuánto
tarda en
carbonizarse un cadáver? ¿Dos, tres horas?
¿El
mismo tiempo que se requiere en un horno de gas? Al parecer, la
intensidad del fuego –gracias a su eficaz combustible: la
madera
y la grasa de la mantequilla– arrasa con todo. En la margen
del
río, los trabajadores vacían los recipientes que
transportan sobre la cabeza llenos de la ceniza que retiran del lugar
de la incineración. Los familiares del difunto
también
vierten los restos pulverizados que se disuelven en el agua. Flotan
pequeñas cantidades, llevadas por la corriente hacia
Kolkata,
donde el río desemboca en el gran océano. En el
camino,
las lluvias veraniegas multiplican el caudal, que desborda en los
campos y fertiliza la tierra. Pienso que no es más que otra
forma de regresar a la tierra, como los muertos que entre los pueblos
indígenas de México cierran el ciclo de la vida y
la
muerte nutriendo a la tierra y devolviéndole lo que
recibieron
en vida a través de los alimentos cultivados.
Continuamos el recorrido, pero ahora a
contracorriente y nuestro guía tenía que remar
con
más fuerza para poder avanzar. Era el momento de encender
nuestras pequeñas velas que les compramos a unos
niños
antes de iniciar el viaje. Cada uno dejó que el
río se
llevara la suya, en un platito de aluminio, rodeada de las flores
naranjas que en México llamamos cempasúchil.
Había
varias flotando a la deriva, algunas no resistieron el embate del
viento y se apagaron pronto. Había una gran cantidad de
visitantes, a juzgar por el número de aquellas que andaban
navegando. Había también un buen
tráfico de
lanchas de varios tamaños con turistas japoneses que nos
saludaban alegres y nos tomaban fotos. Nosotros les
respondíamos
de la misma forma. También pasaban botes pequeños
cargados de peregrinos.
Miraba el agua verdosa; no solo flotaban
las velas,
también había pequeñas manchas que se
desplazaban
con lentitud. Me imaginé que eran cúmulos de
cenizas de
los muertos consagrados al Ganges. De hecho, me pareció que
el
río estaba más limpio antes de los dos ghats donde se
incineran los difuntos. Pensaba que quizá hubiera entrado al
agua si no hubiera hecho tanto frío. Veía a la
gente
entregarse confiada a sus abluciones no siempre con el fin de obtener
bendiciones: ¡la gente aprovecha el río! Se
entrega al
rito del baño, pero también se lava y lava la
ropa. Se
quita la suciedad simbólica y la visible. Cepilla los
dientes y
hace buches con el agua del río; río arriba y
río
abajo, antes y después de que las cenizas se incorporan al
caudal. Pequeños grupos de hombres lavan ropa, la golpean
con
fuerza contra una piedra: pantalones, sábanas y toallas de
los
hoteles, que son puestos a secar en los muros y escalones de la orilla.
¡El sol también purifica!
No me parecía tan sucio el
río, sin
embargo, en la comitiva había quien aseguraba que es de los
ríos más contaminados del mundo. Otro
sostenía que
es el río que más se oxigena durante su largo
trayecto,
pues nace en los Himalayas occidentales y discurre por 2,510
kilómetros hasta desembocar en el golfo de Bengala.
Seguramente,
el monzón barre con todo, incluyendo la basura, que lleva al
mar.
Desafiando la plácida
corriente, el barquero
nos condujo a la orilla del Asi
ghat. Habíamos acordado que el
pago era por persona y por hora. Nos presentó a un
pequeño de brazos, su último hijo, nacido
después
de tres niñas. Se sentía orgulloso y satisfecho,
en
cambio, estaba preocupado por la onerosa dote que los padres deben
pagar para poder casar a sus hijas. El niño tenía
los
párpados contorneados con líneas negras pintadas
con
kajal, que resaltaba la profundidad de sus ojos. Estaba protegido
contra el mal de ojo, la “mirada fuerte”, que en
India, en
México, en el Mediterráneo, como en muchos otros
países, constituye una amenaza para los más
débiles.
Subimos a la terraza del hotel cansados,
todavía aturdidos por la experiencia y con hambre. Pedimos,
como
todas las mañanas, masala
chai, el reconfortante y delicioso
té con especias y leche –ordeñada de
las vacas
sagradas– que unifica a todos, fuereños y locales,
e
introduce a todos al corazón de India.